La perversión, estructura clínica acuñada por el psicoanálisis, fue introducida por Sigmund Freud al investigar algunas particularidades de los seres hablantes en su vida sexual. Freud definió el acto perverso como una desmentida de la diferencia sexual anatómica: en el inconsciente, el perverso no tolera la ausencia de pene en las mujeres (especialmente en su madre), e instaura diferentes artificios (como el fetiche) para sustituir lo que no está presente y desmentir esta diferencia. Jacques Lacan amplió esta concepción de la perversión para ubicar su ocurrencia en la vida social, institucional y política: el perverso desmiente la falta, imperfección o incompletud de aquello que para él constituye el Otro (con mayúscula) a cuyo servicio se pone, mediante actos que incluyen retorcer el lenguaje y ofrecerse él mismo como fetiche para completar al Otro. Desmintiendo la falta en el Otro, el perverso desmiente la falta propia.
Esto permite pensar ciertos fenómenos y personajes en la vida política de los pueblos, desde la corrupción gubernamental hasta las guerras sucias de las dictaduras, pasando por la aparición periódica de Torquemadas, Goebbels, Berias y McCarthys. Si no es frecuente o evidente que los gobernantes sean explícitamente perversos como el presidente Frank Underwood de la teleserie House of Cards, es probable que muchos líderes apelen a la colaboración de perversos discretos, incondicionales y eficientes como el Doug Stamper de la misma serie. En la literatura, la función del colaborador perverso para sostener un régimen abyecto está magistralmente desarrollada por Mario Vargas Llosa en su monumental novela Conversación en La Catedral (1969), donde el personaje del ministro de gobierno Cayo Bermúdez al servicio del dictador Manuel Odría vaticina el ascenso de Vladimiro Montesinos dos décadas después. Pero no todos los perversos tienen rango ministerial; muchos proliferan en diferentes instituciones o gobiernos a los que han colocado en el lugar del Otro, cumpliendo como funcionarios diligentes en niveles intermedios o inferiores, como el Adolf Eichmann estudiado por Hannah Arendt, o los anónimos torturadores de las dictaduras del Cono Sur.
La perversión, como estructura clínica, no es una categoría moral ni religiosa, y el perverso no se reduce al asesino serial o al psicópata sexual. Al contrario, la perversión se infiltra en la vida pública y los perversos “normatizados” (como decía Arendt) se confunden con los ciudadanos ordinarios, según el psicoanalista francés Marcel Czermak. Porque cada perverso pone a diferentes instituciones con poder en el lugar del Otro, incluyendo la Policía, el Ejército, la Iglesia, la Prensa y la Academia, además del Gobierno. La perversión extrema no soporta las diferencias entre los seres hablantes e intenta desmentirlas, además de la diferencia sexual anatómica. La perversión extrema es el totalitarismo, trascendiendo el fascismo y el despotismo. Hace poco escribí en esta columna que aunque todos los gobernantes son más o menos narcisistas, lo peor para un pueblo no deriva del narcisismo gobernante sino de su perversión. Entonces también deriva de la perversión de sus colaboradores. Cuando un pueblo elige un gobernante o soporta un dictador, también lo hace con sus asistentes, incluyendo a los perversos. Los pueblos descubren eso demasiado tarde, y terminan preguntándose como el Zavalita de la novela de Vargas Llosa: “¿Cuándo fue que se jodió el Perú?” (O)