En las olas del mar hay una similitud con la vida de la Iglesia, un instrumento del plan eterno de Dios. Las olas, atraídas por la luna, van mar adentro. Esa misma luna las regresa a tierra. Cuando se ponen diques, en el agua estancada poco a poco desaparece la vida. El vaivén de las olas responde afirmativamente a la pregunta del poeta: “Tantas idas y venidas, quiero, amiga, que me diga ¿son de alguna utilidad?”. El plan eterno de Dios, que es un plan para peregrinos, se mueve en zigzag. El núcleo de este plan consiste en injertarnos en su Hijo, como ramas de un árbol agitado por el viento; consiste en juntarnos en la barca, para navegar mar adentro en la historia. El agricultor, para tener fruto, ha de aceptar el cambio de estaciones. El navegante ha de percibir las corrientes y adaptar permanentemente el rumbo, para llegar al puerto.
Serví a los obispos ecuatorianos como secretario antes, durante y después del concilio. Percibí en el concilio que todos los obispos del mundo buscaban ser fieles al plan eterno de Dios. Llegaban a esta asamblea mundial con el mismo Evangelio, pero percibido desde diversas culturas. Traían diversas experiencias. En la espléndida ceremonia de la imposición del palio arzobispal a mi hermano Marcos Pérez observé, además de la magnificencia, un signo del cambio zigzagueante: hay verdades permanentes; una: hay que honrar a Dios, ofreciéndole lo más apreciado; otra: hay que honrar, también, a sus servidores, por estar más cerca de él.
¿Cómo vivir estas verdades? La cultura europea influyó en una respuesta y en la vida de la Iglesia y de sus ministros: (1) Oro, plata, en instrumentos del culto, en altares, en vestidos litúrgicos; (2) Copia de los títulos de los príncipes y “grandes” en la sociedad: “Reverendísimo”, “Ilustrísimo”, “Excelentísimo”, “Eminentísimo”. Hay peligro de que aún nos gusten.
¿Quien da a Jesús con el mismo Evangelio, percibido desde la cultura actual, estos títulos? A él le damos el “TÚ” (3) Que los prelados tengamos una divisa, un lema, tomado de la Palabra de Dios, es “justo y necesario”. Divisa y lema se han convertido en escudo, copia de los escudos nobiliarios. El mundo cultural navega por aguas alejadas de escudos y títulos, que actualmente son generalmente incomprensibles en su superlatividad.
Conozco más a los viejos obispos, a los que serví desde la Conferencia Episcopal. Ningún obispo viejo, o joven, usa esos signos de grandeza por vanidad (recuerdo a Mosquera, Serrano, Echeverría); los acepta por el peso de la costumbre. Unos más, otros menos, tenemos el peligro de olvidar el llamado de Cristo, recordado por el concilio, de servir sin exclusividad, sin demagogia, pero sí con preferencia a los sociológicamente pobres. El ejemplo de Francisco renueva el llamado de Cristo a servir de palabra y obra preferentemente a los marginados.
En Cuenca, el arzobispo llevaba un báculo de plata cuencana. Campesinos azuayos lo cambiaron con un báculo de madera tallada, diciéndole: Taita obispo, TÚ usa este cayado. Marcos aceptó el TÚ y el cayado. (O)