He dicho varias veces en esta columna a lo largo de los últimos ocho años, que antes que cualquier otro defecto de la actual Constitución aprobada el 2008, lo que escandalosamente resalta es haber creado ese organismo de pomposo nombre, el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, integrado en su mayoría por ciudadanos anónimos que han tenido la enorme responsabilidad de designar nada menos que al procurador general del Estado, al contralor general del Estado, al fiscal general del Estado, a los defensores públicos y del Pueblo, a los superintendentes, al Consejo de la Judicatura, al Consejo Nacional Electoral, y por supuesto, en todos los eventos, tal vez con alguna que otra excepción, escogiendo a gente afín o conexa con el Gobierno.
Lo peor del asunto es que ese Consejo con tan amplios poderes, que reemplaza en algunas funciones al Congreso Nacional –sustituido a la vez por una Asamblea disminuida en las tradicionales actividades del Parlamento–, debió ser nombrado, para respetar el principio esencial de la democracia, mediante elecciones populares que abriera el abanico a las distintas tendencias y representara la pluralidad ciudadana. La novelería de los abogados españoles que asesoraron a Ecuador y Venezuela y que pertenecen al mismo grupo que interviene actualmente en las elecciones generales ibéricas con la extrema izquierda bajo los membretes de Podemos e Izquierda Unida, convirtieron al Estado organizado bajo tres funciones desde hace más de 200 años en uno pentagonal que está captado por una sola de ellas.
En este punto vale reflexionar que si la ciudadanía (12% de las personas inscritas en el registro electoral) o los 2/3 de la nueva Asamblea o el nuevo presidente de la República tienen –cualquiera de ellos– el acierto de convocar a una Asamblea Constituyente proveniente de un acuerdo nacional para reorganizar al Estado, se deberían fijar requisitos estrictos para que no la integren alzamanos (o “aplasta teclas”, da igual), pues sin conocimientos acerca de la ciencia y la técnica jurídicas, el potencial nuevo texto constitucional contendrá iguales o mayores errores, pues de eso deberían encargarse quienes tienen la formación respectiva.
Y como el mencionado entuerto es el mayor de la Constitución vigente, concuerdo con lo expresado por Enrique Ayala Mora en un pequeño libro presentado la semana precedente en la UEES, de convocar a una Asamblea Constituyente apenas se instaure el próximo gobierno para reformar con urgencia la Ley Suprema si queremos volver a una verdadera democracia, con los defectos intrínsecos de todas porque ninguna es perfecta, pero donde operen por lo menos las tres funciones clásicas y los conocidos contrapesos del poder que impiden la hegemonía de cualquiera en desmedro de los otros.
Tengo claro que otra de las ausencias que sufre la democracia ecuatoriana es la falta de fiscalización, no solo por la ineficacia del Consejo referido, sino por la vergüenza de una Asamblea Nacional que no ha cumplido con esa función singular, propia de su naturaleza política. Recuerdo con nitidez cuando hace varios años un solo diputado interpeló a todo el Frente Económico integrado nada menos que por cinco ministros de Estado: luce como una exageración, pero también lo es que ningún funcionario del régimen haya sido interpelado a través de nueve años de gobierno.
Ni un extremo ni otro, aunque es preferible el exceso de democracia que la carencia de ella. Casi que nos hemos acostumbrado a soportar pasivamente todo lo que se nos impone; ha faltado la rebeldía que quiere tardíamente renacer cuando se acerca la defunción del proyecto gubernamental atacado por varias enfermedades terminales. (O)