Aunque el mundo sigue su marcha, aunque la tierra no pare de rotar, se viven horas especiales en el país, impregnado el tiempo por el sentimiento de dolor que implica la tragedia y por el respeto a las víctimas y a sus familiares íntimos.

Cada cual maneja los tiempos –sus tiempos– como mejor le parece, y por eso hay quienes, respetando el momento, prefieren hacer abstracción de los temas políticos y del manejo gubernamental, mientras otros creen que las opiniones deben seguir fluyendo con prescindencia de los tremendos sucesos del entorno.

Después del impacto físico, anímico y emocional del terremoto –un golpe colosal a los sentidos con múltiples sensaciones desagradables– hay dos, entre otras muchas, cosas evidentes y claras: 1) El país no ha estado preparado para una emergencia de esta magnitud a pesar de la publicidad y de la frondosa burocracia estatal. Es verdad que jamás se podrá evitar un terremoto porque el hombre ignora cuándo y en qué punto se producirá esta agresión de la naturaleza y cuál será la dimensión del zarpazo, pero se pueden amortiguar sus estragos a través de una eficiente organización, dirección y canalización de las acciones encaminadas a sofocar los dolores, y 2) Independientemente de que cada municipio imponga mayores rigideces si lo cree necesario, resulta imperativo que la Asamblea Nacional apruebe una ley que establezca los parámetros esenciales que deben cumplir todas las edificaciones según los materiales de su estructura, en un área costera sobre la que tengan incidencia directa las placas tectónicas que producen los terremotos, para lo cual se requerirá gran apoyo técnico de científicos en la materia.

Estoy impactado por la muerte trágica de amigos y conocidos y por las profundas heridas que sufre en sus entrañas una tierra cuyos olores, sabores y paisajes conozco desde niño y cuya piel he recorrido con tacto suave y afectuoso por varias partes de su anatomía, y que debe merecer –como lo he reclamado siempre– mayor atención oficial de todos los gobiernos.

No deberíamos unirnos los ecuatorianos solamente cuando nos convoque la solidaridad ante el azote de una tragedia telúrica, sino cada vez que la racionalidad nos cite conminatoriamente, para no parecernos a los puercoespines de la fábula de Schopenhauer en la que un buen número de esos mamíferos ante la amenaza de morirse de frío en un clima glacial, se fueron uniendo, arrimándose unos a otros para darse calor hasta que las púas de cada uno hizo daño al vecino obligándolos a separarse para volver a lo anterior y comenzar de nuevo. Es lo que puede ocurrir con nuestro conglomerado humano, que luego de la catástrofe y la unión momentánea regresen los insultos y rencores que hemos presenciado los últimos años. Es difícil pensar que no ocurrirá, pero hay que mantener la esperanza.

No será fácil rehacer lo dañado: un correo que recibí anteayer atribuido a la Espol, fija en 8.000 millones de dólares el costo de la reparación y/o construcción de las obras civiles, reposición de bienes y pérdida de la producción, incluyendo las horas-hombre, por causa del terremoto. Manabí volverá a ser, en su integridad, la tierra hospitalaria que dice la canción, con sus edificios en pie y su gente sonriente. Pero habrá que tener muchos años de paciencia para que la producción y todo lo material sea igual o mejor que antes.

Que haya paz en las tumbas de los muertos y también en el alma de sus familiares cercanos. (O)