O cómo casarse con un millonario, según Marilyn Monroe.
El académico serbio-norteamericano Branko Milanovic define la homogamia como el matrimonio entre ricos con alto nivel de educación, de manera que su riqueza no se redistribuye al resto de la sociedad. El fenómeno es viejo, y Milanovic lo propone como uno de los tantos factores determinantes que sostienen las inequidades. Pero quien lo considere “la causa”, abandona el terreno conceptual e incursiona en las “teorías sociológicas” de Susana Clotilde Chirusi, la amiguita de Mafalda. Hace casi cincuenta años, Susanita ya pensaba que los pobres lo eran porque vivían en esos barrios, tenían muebles de esa calidad, vestían esa ropa… y se casaban entre ellos. Igual que los ricos.
Según los conocedores, Milanovic es un investigador serio de las inequidades, y no tiene la culpa si algún intelectual orgánico reduce su extensa obra a un tuiteo. Ello testimonia la futilidad de los debates por Twitter. La llamada homogamia existe desde la antigüedad, pero la conservación de las desigualdades y de la estructura social se apoya en muchos mecanismos que el poder propone, con la participación ora forzada, ora inadvertida o incluso voluntaria de los sometidos. Adicionalmente, la homogamia se sostiene en la lógica de la vida amorosa, desde que el amor existe y asumiendo que tiene alguna lógica. Por el narcisismo residual que todos tenemos, nos enamoramos de lo semejante y de lo diferente al mismo tiempo.
Amamos lo igual a nosotros, no solamente por razones económicas, sino porque nos remite al ideal de nuestro yo cuando se constituyó al identificarse por primera vez con la imagen del espejo. Simultáneamente nos enamoramos de lo diferente, bajo la ilusión de la complementariedad que nos haría “Uno completo”. Además, habría que preguntarse si el homoerotismo encarna la homogamia perfecta. En todo caso y en el orden legal, la homogamia es relativa. La ley universal de prohibición del incesto prescribe la exogamia, y el matrimonio tradicional dispone la “heterogamia”, es decir, el encuentro con el “héteros” del otro sexo. Lo expuesto no excluye que la relación amorosa entre ricos y pobres siempre existió en la realidad, aunque más frecuentemente en las novelitas que hace medio siglo leía Susanita.
Prescribir el amor entre ricos y pobres, como remedio para las desigualdades, es la receta conformista que compensa en la fantasía a los desposeídos desde tiempos inmemoriales. Lo es, al menos desde La Cenicienta según Charles Perrault hasta la Pretty Woman de Julia Roberts, pasando por los culebrones de la Delia Fiallo. Ensoñaciones tramposas, cuando en los capítulos finales se revela que la chica pobre es la rica heredera despojada en la infancia cuando quedó huérfana y amnésica: la homogamia restaurada. Viceversa, a veces el millonario resulta pobre, como le pasó a Marilyn con Tony Curtis en Una Eva y dos Adanes, o con David Wayne en el subtítulo de esta columna: el amor conservado. Como sea, un debate serio de las inequidades requiere un poquito más de esfuerzo intelectual para trascender a Susanita. Por ello recomiendo a los lectores la investigación aún vigente Desigualdad global: la distribución del ingreso en 141 países, de Isabel Ortiz y Matthew Cummins (Unicef, 2012). Gracias al lector Romeo por la sugerencia. (O)