¿No es la escucha de la palabra del otro un propósito básico de las acciones comunicativas? Si no había un auténtico interés por oír razones que no fueran las propias, ¿con qué fin se organizó un debate público sobre temas de economía que –si los economistas hacen un esfuerzo para expresarse con sencillez– sí interesaba al país? El programa de televisión en que el presidente Rafael Correa debatió con otros especialistas dejó ver, una vez más, que nuestro gobernante concibe y practica el diálogo como una oportunidad para validar exclusivamente las opiniones vertidas por él y por su entorno de poder.

Ya en los llamados “Diálogos por la equidad y la justicia” se constató que quienes en la actualidad acaparan todos los poderes del Estado están interesados en charlar solo con ellos mismos y con sus simpatizantes, ilustrados o no; pues esos encuentros no se llevaron a cabo con la intención de aprender algo de quienes tienen percepciones distintas de las del poder, sino, simple y llanamente, para demostrar cuán tontos, desinformados y de mala fe son aquellos que cuestionan ciertas acciones gubernamentales. Como en la vida, el diálogo público debería ser una ocasión para evaluarse uno mismo por medio de la mirada del otro.

No se conversa para destruir, sino para incorporar puntos de vista que, por nuestra ceguera y sordera naturales, no son considerados de manera adecuada. En este diálogo televisivo vimos al presidente Correa actuar con una mínima capacidad de escucha, dedicado más bien a descalificar a sus contendores empleando la sorna, tanto que muchos de sus razonamientos surgían sin ilación: se cortaban y se oscurecían porque su pulsión irónica le dificultaba concatenar las ideas. Si en la punta de la lengua está alojada la desvalorización del oponente –en la creencia de que él y su gobierno son los únicos que cuentan la verdad–, no se avizora ningún intercambio fructífero.

La sorna rompe la posibilidad de aprender de otro. Los televidentes fueron testigos, en vivo y en directo, de múltiples escenas con un mandatario descontrolado, alejado de la postura académica que él afirma tener en materia de economía, y poseído por su sonrisa burlona. El país observó, otra vez, cómo es la persona que nos gobierna. Su papel en el programa debía ser el de un entrevistado dialogante en igualdad de condiciones que todos los demás, pero vimos a un hombre descontrolado, incapaz de obedecer las reglas del uso del tiempo, cumpliendo funciones de moderador que no le competían, pues él daba y quitaba la palabra.

Estar al frente de un gobierno debe ser muy difícil; se trata de una misión extenuante, compleja y delicada que, más que hablar, exige escuchar. Sin duda no cualquiera está capacitado para ello. Se requiere de un temple que, nos han hecho creer, lo tienen los políticos. ¿Será así? Los economistas invitados consiguieron exponer los avisos de una preocupante crisis económica y social que podría incidir dramáticamente en la vida cotidiana de los ecuatorianos. Para alguien interesado en el país, era obligatorio tomar en serio esta advertencia y no menospreciarla con morisquetas, porque la sorna no evitará las grandes dificultades que se avecinan. (O)