Hace pocos días se cumplieron setenta años de la rendición de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, fecha especial que fue recordada por varios de los países que participaron en dicha contienda. El aniversario del fin de la guerra en Europa ha motivado, de forma paralela, que los historiadores se animen a revisar y discutir varios tabúes de la conflagración, especialmente si se toma en cuenta el singular detalle advertido por la prensa internacional, en el sentido que toda vez que este tipo de conmemoraciones se produce cada diez años, posiblemente será la última vez que asista un número significativo de testigos, “aquellos que pueden contar lo que ocurrió de primera mano”.

En ese intento, los historiadores han resaltado la importancia de analizar la gran popularidad de Adolf Hitler y el respaldo mayoritario que recibió del pueblo alemán durante el Tercer Reich. Más allá de sus dotes de orador y provocador, se argumenta que el aura carismática que se creó en torno a su figura se debió especialmente “a las condiciones políticas y sociales y los efectos psicológicos que esa situación provocó en la población alemana”, especialmente a raíz de la profunda crisis económica que afectó a dicho país. Hay quienes señalan también que Hitler fue poco a poco seduciendo a la mayoría de su pueblo, al insinuar que estaba más “indignado que ellos por la difícil situación, y que poseía la voluntad y la inteligencia para acabar con ella”, siendo un punto digno de resaltar el hecho de que la popularidad de Hitler aumentaba a medida que la tasa de desempleo caía en su país.

Los historiadores se detienen al analizar esta circunstancia que no debe pasar sin mención: cómo una sociedad culta y civilizada depositó virtualmente toda su confianza en el siniestro personaje que fue Hitler, rompiendo también un paradigma de la historia contemporánea ya que quizás por primera ocasión fue posible apreciar que la popularidad temporal de un gobernante, por más categórica y rotunda que sea, ni mide, ni establece el beneficio real de su gestión, menos aún su dimensión histórica. Claro está que el “encanto” que logró consolidar Hitler con el pueblo alemán fue forjado gracias a una descomunal propaganda política que se fue consolidando de forma progresiva con la apropiación total de todos los medios de comunicación, lo que condujo a que la prensa se convirtiera en una “prisionera del nazismo”. Solo Hitler podía tener la razón, solo él era dueño de la verdad.

Todos conocemos ahora el abismo al cual fue arrastrado el pueblo alemán por el arrebato de su desquiciado gobernante, aclamado y reverenciado por su pueblo, en gran medida gracias a la absoluta manipulación de la información. Las cicatrices de la Segunda Guerra Mundial se han ido cerrando con el paso de las décadas, pero las lecciones que nos dejó tan absurdo manejo del poder no deberían ser olvidadas nunca, no solo por el bien de los países europeos, sino para alivio de la humanidad entera. (O)