Todo parece apuntar a que el fenómeno meteorológico El Niño se presentará este año y parece que se viene fuerte, tal vez más que otros años. Los expertos indican, basados en modelos estadísticos complejos, que hay altas posibilidades: 65%, señalan algunos. Las señales son evidentes, incluyendo inundaciones en varias localidades, cierres de carreteras en aquellas que unen Sierra y Costa, sequía prolongada en zonas agrícolas importantes, y lo que es más decidor: calentamiento en las zonas ecuatoriales del este del océano Pacífico.
La pregunta es ¿cuán preparados estamos en los diversos ámbitos que pueden ser afectados: carreteras, cultivos agrícolas, salud, incluyendo para enfermedades como malaria y dengue, y en términos macroeconómicos y fiscales? Pues si ocurre, la visita será pronto. Hay suficiente evidencia, incluyendo informes globales, que la preparación para riesgos es tal vez lo que más puede atenuar sus efectos. Y esto tiene que ver no solo con el Gobierno y el Estado en general, sino también con la sociedad y los agentes económicos.
No sé cuánto uno recuerda de Niños anteriores, yo ciertamente lo hago del de 1982-1983 y del de 1997-1998, pero el de 1925-1926 fue igualmente fuerte. En el de inicios de los años ochenta, mientras hacía trabajo de campo en la zona de Shumiral y la Ponce Enríquez me contagié de malaria, un impacto permanente. Todavía recuerdo las nubes de mosquitos que nos atacaban, sin defensa posible, después de cada aguacero que nos empapaba hasta los huesos. Del más reciente recuerdo su efecto contribuyente a la crisis económica que nos afectó a todos los ecuatorianos, muy especialmente a nuestro sector agrícola y que lanzó por los caminos de la migración a miles de ecuatorianos. En cada caso, el efecto macroeconómico fue visible y medible, aunque no suficientemente interiorizado por los decisores políticos.
Pero recuerdo también cómo reaccionamos como sociedad. En el de inicios de los años ochenta, el trabajo realizado por las organizaciones rurales de las provincias de la Costa con el apoyo de las ONG y la colaboración del Gobierno lograron no solo socorrer a las poblaciones afectadas, sino ayudar mucho en reconducir la producción campesina. Su efecto fue más desastroso donde la organización era débil. La fortaleza de las organizaciones sociales, el capital social, fue fundamental para explicar la diferencia. En el siguiente fenómeno, el efecto fue devastador: las carreteras se vinieron abajo, la producción bananera, pero también arrocera y maicera fueron fuertemente afectadas. Un Estado debilitado por un sistema político ineficaz y faccionalizado y la crisis de las organizaciones rurales en la Costa contribuyeron a un efecto multiplicador del fenómeno meteorológico. Hay, a pesar de las diferencias anotadas, un elemento en común, la ausencia de preparación. Es como la maldición de un oráculo al que nadie hace caso.
La pregunta es nuevamente ¿cuán preparados estamos o estamos entretenidos en temas que debilitan la cohesión social y por lo tanto la capacidad de todos para enfrentar una catástrofe previsible? ¿Es que hemos reforzado las zonas de carreteras susceptibles a derrumbes? ¿Es que hemos fortalecido los sistemas de riego y drenaje? ¿Tenemos sistemas de apoyo a bananeros, cacaoteros, maiceros y arroceros? ¿Hay reservas fiscales suficientes para atender tal emergencia y poner en marcha un plan anticrisis? Para todo ello es fundamental un sistema institucional adecuado, un plan de información a la población y el fortalecimiento de las capacidades de las organizaciones sociales. Espero que lo estemos haciendo.