Una de las demandas expresadas en la jornada electoral del 23F fue indudablemente por espacio para agendas de desarrollo de las provincias, municipios y parroquias y, por lo tanto, elección de autoridades que pudiesen construirlas para sus circunscripciones, como diferentes de aquellas que provienen del gobierno central. Se puede decir que hubo una demanda inmensa porque las comunidades territoriales tomen bajo su responsabilidad la conducción de su desarrollo. En palabras simples, los ciudadanos quieren que los gobiernos locales se hagan cargo del desarrollo territorial, no quieren que el Gobierno nacional les diga qué es lo que hay que hacer en cada circunscripción o que sean sus delegados que tomen las decisiones. Obviamente, esta agenda territorial debe considerar las enormes diferencias y brechas que existen entre territorios y regiones y que limitan el desarrollo de las personas, grupos y empresas en función de donde nacen, viven o se localizan. La desigualdad territorial es una de las dimensiones más claras de injusticias sociales estructurales, pero también un obstáculo para el desarrollo del país.
Me parece, por lo tanto, que es fundamental que el país construya una agenda regional de desarrollo basado en dos grandes ejes: devolución de competencias a los territorios y un mecanismo de convergencia que permita a los territorios más atrasados avanzar más rápidamente en términos de ciertos estándares y derechos que nos propongamos como sociedad. Obviamente, estos dos principios básicos deben complementarse con acciones de fortalecimiento de capacidades de planificación y gestión de los gobiernos y actores territoriales. Estos ejes se refuerzan mutuamente y por lo tanto deben ponerse en práctica con decisión, rapidez y simultaneidad. De ninguna manera la devolución de competencias o la mayor asignación de recursos debe limitarse hasta que se desarrollen las capacidades de los actores territoriales, argumento normalmente esgrimido por las agencias del Gobierno nacional.
Es especialmente importante avanzar con decisión y cuanto antes en la devolución de las competencias en el ámbito productivo, que hoy están en manos de los ministerios de Agricultura, Ganadería, Acuacultura y Pesca, Inclusión, Industrias, Turismo y en varios programas que tienen los ministerios coordinadores como el de la Producción y de Desarrollo Social. Estos deben mantener fundamentalmente atribuciones normativas y de regulación. Hay increíbles ejemplos que demuestran que las provincias pueden promover cadenas y actividades productivas por sí mismas: Azuay, Manabí, Tungurahua lo demuestran. Lo que se ha hecho en puertos recientemente es una medida, a mi juicio, equivocada, que nuevamente centraliza una competencia territorial y que ha generado malestar.
De hecho, una Agenda Regional como esta requiere un acuerdo nacional, una suerte de pacto entre el Estado y sus territorios que busque avanzar sobre la base de mayor cohesión territorial. Este concepto de cohesión territorial, sintetizado recientemente por RIMISP, implica que las personas tengan iguales oportunidades de desarrollo y similares condiciones de bienestar y ejercicio de derechos, independientemente de donde nacen, crecen o viven y que no existan territorios en una situación de marginación permanente o donde hay condiciones de vida inferiores a niveles de socialmente aceptados como deseables.
Para lograr poner en marcha una agenda regional es necesario un proceso deliberado de concertación y acuerdo, en que los actores territoriales y sus organismos de articulación deben tomar la iniciativa, pero donde es imprescindible que se sienten también representantes de la Asamblea y del Ejecutivo. El hacerlo demostrará que se oyó la voz de los ciudadanos.