Hay algo que se rompió en el país, hubo una suerte de temblor, de sonido que recorrió el tejido subterráneo de nuestra sociedad, con más fuerza, pero no solo, en sus estratos medios. Fue como si algo se desgarrara, produciendo una falla de difícil remediación o arreglo. Difícil expresarlo con palabras, pero se me vienen a la mente desencanto, desilusión, desenamoramiento, decepción, desesperanza. Fue algo que se expresó un día 23 de febrero, sin que se vea venir en su magnitud y extensión. Fue fundamentalmente un fenómeno urbano, principalmente en las grandes ciudades. Se expresó como mejor sabe hacerlo la gente para denotar su hastío; lo hizo por medio de las urnas. Al mismo tiempo el resultado electoral lo ha vuelto más vocal y expresivo. Las conversaciones cara a cara, las reuniones de amigos, los intercambios de mensajes y tuits en las redes sociales son expresión y canal para señalar ese sentimiento o más bien esa frustración. No se callan ni esconden las críticas, el malestar, su burla sobre actividades que antes eran objeto de consensos, por fuera de los grupos que se colocaron desde el principio en el bando opositor. Hoy va mucho más allá e incluye muchas veces a quienes eran, de una u otra manera, fieles seguidores, adeptos y defensores del Proyecto, así con mayúscula.

¿Cómo se produjo esa fractura? No lo sé exactamente, necesitamos un estudio más sistemático de las percepciones ciudadanas, no de aquellas imaginadas, sino aquellas que están en las visiones ciudadanas. Solo para aventurar una hipótesis, basada en conversaciones y observación, creo que fue resultado de la pérdida de una propuesta cultural de consenso, basado en redistribución, obra pública, servicios ciudadanos de calidad, derechos y un cierto grado de utopía, que se expresó de manera clara en la apuesta por la no explotación del Yasuní o los derechos de la mujer sobre su cuerpo. Me atrevo a decir que esa propuesta absorbió la energía social que se acumuló durante el periodo de inestabilidad y frustración social. Pero, como toda ilusión, ese enamoramiento, ese encanto, ese capital, fue gastándose en forma constante desde la última reelección presidencial, falto de cuidado o de inversión en ella.

Como que se creyó que esa ilusión duraría para siempre, que la mera palabra del poder era suficiente para mantener el encandilamiento ciudadano. Se abusó de él en forma constante. Los meses posteriores a la elección de asambleístas fueron de uso desembocado, de abuso, se extendió la sábana más allá de lo que podía cubrir. Bonil y el increíble castigo al caricaturista y a EL UNIVERSO que volvió como bumerán; el abuso de la mayoría parlamentaria para pasar lo que el Gobierno quería; la decisión de explotar el Yasuní, al tiempo que se conocían de muertes entre los pueblos no contactados, cuya denuncia se quiso acallar; el episodio de los médicos y la amenaza de reemplazarlos por profesionales importados, las sabatinas y su sucesión de desvalorizaciones de contrincantes, reales o imaginarios. Poco a poco, cada uno de estos eventos, a los que se pueden añadir otros, fueron carcomiendo esa ilusión, hasta que se oyó ese sonido que en su estrépito anunciaba que el desencanto había cundido más allá de las plazas fuertes de la oposición. El poder no lo pudo percibir, ni se imaginó lo que pasaba subterráneamente en la sociedad.