La tumba de Adolfo Suárez y su esposa tiene esta inscripción, un reconocimiento al papel que jugó el presidente de la transición de España, desde el siniestro gobierno de Franco, al régimen democrático y a un periodo de gran prosperidad económica y social. Esa transición que implicaba terminar con las instituciones del franquismo y construir unas propias del sistema democrático, incluyó una nueva Constitución, un nuevo sistema político abierto y pluralista, sindicatos y organizaciones patronales, una justicia independiente y unos militares obedientes al gobierno democrático.
El liderazgo de Suárez, con el apoyo del rey Juan Carlos, tuvo como característica la firmeza en lograr lo que se propuso y hacerlo con el concurso de todos los actores políticos, tanto partícipes del viejo sistema, como aquellos forjados en la resistencia activa. Participaron de esa construcción colectiva no solo su partido, la UCD, sino el PSOE, el Partido Comunista de España y la derechista Alianza Popular, que en 1989 se convertiría en el PP, hoy en el gobierno. La labor de Suárez fue la de construir esa voluntad colectiva, guiarla en medio del agudo conflicto con las fuerzas del viejo régimen, organizaciones falangistas y facciones militares y de la guardia civil y de grupos armados como el ETA, que sembraron la transición de bombas y asesinatos políticos. Avanzó sin tregua, pero siempre buscando el concurso de todos.
Como tan bien narra Javier Cercas en Anatomía de un Instante, Suárez se queda sentado en su curul, mientras policías insurrectos baleaban el Congreso de los Diputados, en conjunción con fuerzas golpistas militares y civiles aliadas. Apenas acompañan en su gesto su vicepresidente Manuel Gutiérrez Mellado y el secretario general del PCE, Santiago Carrillo. Demuestra Suárez que es el jefe de Estado y que no se doblega frente a las armas. Logran derrotar el último intento de descarrilar el proceso de cambio.
La evolución inmediatamente posterior no fue generosa con Suárez, ni con Gutiérrez Mellado, ni con Carrillo. De hecho esas tres figuras valientes, sentadas en sus curules estaban ya solas. Solo la historia terminará reconociendo su enorme contribución a la restauración democrática. La ironía es que ese reconocimiento a Suárez solo ocurrió cuando su memoria y su capacidad de relacionarse con el mundo externo se había perdido.
De este tipo de líderes políticos hay pocos, se me vienen a la cabeza, claro está Mandela; algunos más tienen esa marca, la presidenta Bachelet, por ejemplo. Son dirigentes de Estado, que tienen en mente grandes procesos de cambio en sus países, terminar con el apartheid el primero, cambiar la Constitución heredada de la Pinochet, la segunda, pero que son capaces de convocar, incluso a sus contradictores políticos para participar del proceso. Están abiertos a todas las voces que hacen un país, todos son invitados a construir el cambio. El resultado son grandes acuerdos nacionales que permiten dar grandes saltos y que perduran en el tiempo. Tal vez nadie les adula cuando llevan adelante sus acciones, pero la historia les termina reconociendo.
Son líderes del cambio en concordia y demuestran que es posible construir un sentido de acción colectiva y enfrentar enormes transformaciones. No son líderes que se construyen sobre la base de la confrontación, de la burla y el menosprecio del que piensa diferente, que restringen de diversa manera las voces disidentes, sino que las incorporan al proceso de construcción de una sociedad diferente a la que existía al momento de partida.