Que la literatura es una forma artística que no cesa de socavar lo políticamente correcto de cualquier ideología lo comprueba Memorias de Andrés Chiliquinga (Quito, Alfaguara, 2013), la más reciente novela del escritor quiteño Carlos Arcos Cabrera, en la que se problematiza la idea de interculturalidad a partir de una ingeniosa situación: en el año 2000, viaja a Nueva York un músico y dirigente otavaleño poco ilustrado, llamado Andrés Chiliquinga, para participar en un curso de literatura en el que se ve obligado a leer Huasipungo, de Jorge Icaza, y a enterarse de que Andrés Chiliquinga es uno de los principales personajes de esa novela.

En la década de 1990, las organizaciones sociales, las universidades y el Estado empezaron a reconocer, formalmente, la interculturalidad como una existencia que definía al país plurinacional: el Ecuador estaba formado, se dijo, no por una sola cultura, sino por varias que eran expresión de un largo proceso histórico. Aunque separadas, y muchas veces enfrentadas, el diálogo entre esas culturas y sus respectivas lenguas era imprescindible para dotar a nuestro país de una identidad más real y diversa. No existían, en teoría, naciones superiores e inferiores, sino pueblos diferentes. El discurso de la interculturalidad había prendido oficialmente.

Veinte años más tarde, el ficticio Andrés Chiliquinga del relato de Arcos dice: “En mi país entre nosotros y los negros hay algo que no funciona. No nos llevamos”. Desde la primera página, entonces, la noción de interculturalidad como lugar de entendimiento entre las culturas es muy frágil, pues una cosa es lo que decrete la institucionalidad estatal, constituciones incluidas, y otra es la cotidianidad, que no se cambia únicamente con la imposición de nuevos conceptos. En otro momento, Chiliquinga se distancia de una supuesta excesiva masculinidad que exhiben algunos dirigentes shuar cuando viajan al exterior.

Al asistir como oyente en un seminario sobre literaturas andinas, Chiliquinga visita los museos neoyorquinos: “Era la primera vez que yo veía la grandeza de mis antepasados: los incas, los olmecas, los aztecas, los mayas”, y, ante ese desconocimiento, quiere “tapar el hueco de mi ignorancia sobre lo que yo mismo y los dirigentes indígenas llamábamos nuestros antepasados, los pueblos originarios”. Aunque este relato se sitúa en pleno inicio del siglo XXI, sabemos que en el Ecuador actual la interculturalidad aún no es una experiencia colectiva vivida en profundidad: “en las palabras todos éramos de los pueblos originarios conquistados por los españoles, todos hijos de la Pacha Mama, pero en realidad cada uno miraba por sí mismo”.

Debemos aceptar que no solo los indios desconocen sus propias trayectorias, sino también los mestizos. ¿Cuántos de aquellos que se embanderan con la interculturalidad habrán leído los relatos fundamentales que, desde el siglo XIX, vienen delineando una sociedad intercultural que ha ampliado el mapa simbólico del Ecuador que habitamos? La novela de Arcos contradice la visión parcial y parcializada que Jorge Icaza tenía de los indios. Carlos Arcos incluso inventa a un indio que habla en la novela. ¿Cuán auténtica es esa voz para nuestros días? ¿Se podrá decir que Arcos presenta a un indio desidealizado? En fin, la práctica de la interculturalidad queda cuestionada.