“No me puedo sacar el sonido del impacto de la bala cuando le desinfló la barriguita. No puedo sacar eso de la mente”, decía José Rivas mientras sus palabras se quebraban.

Él estuvo este miércoles, 26 de marzo, en los exteriores de la morgue esperando el cuerpo de su hijo Liam, de 2 años.

El menor murió como víctima colateral de un ataque violento. Hoy se presentó una mañana calurosa en Manta. José estaba destrozado. Era evidente el dolor en su semblante.

Afuera de la morgue, José caminaba de un lado a otro, como si el movimiento pudiera tragarse el dolor. A veces se agarraba la cara, se arrodillaba, se aferraba a los barrotes de la puerta de la morgue: impotencia.

Alrededor de las 09:30 de este miércoles. José se sentó en una silla de plástico frente a la morgue. Un vecino se acercó, le puso una mano en el hombro, le dijo algo que no alivió su dolor.

José le contó que hace poco estuvieron en la playa con Liam, que la pasaron bien, que el mar les mojó los pies y Liam reía. Pero había algo, dijo, un presentimiento, una sombra que no explicaba. “Yo le había dicho a mi mujer que me daba miedo estar aquí (en Manta), por cómo están las cosas, el barrio mismo, y mire lo que pasó”, señaló.

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El martes 25 de marzo, a las 18:00, un sujeto llegó al barrio 15 de Abril con un encargo: matar a un hombre. Disparó varias veces. José estaba cerca, con Liam en brazos. Apenas sonaron los tiros, lo apretó contra su pecho, pero no fue suficiente. Una bala encontró la barriguita del niño.

Iba a dar un paso para entrar a una casa cuando le dio. Le levanté la camisa y tenía sangre”, contó. Tras ello, lo subió a su moto y enseguida arrancó hacia el centro de salud de Eloy Alfaro.

En la desesperación, el hombre se chocó contra una vereda y la moto tembló. Una mujer pasaba en un auto y José le suplicó, le rogó que lo ayudara. Llegaron al dispensario, de ahí al hospital del IESS.

“Mientras lo ingresaban y le ponían oxígeno, él me miraba; no podía hablar, pero me miraba con sus ojitos como pidiéndome que le ayudara, y yo no podía hacer nada”, relató.

Los padres de Liam esperan el cuerpo de su hijo en la morgue.

Los médicos sacaron a José de la sala. Afuera, se arrodilló, le habló a Dios, le pidió, le suplicó que no se lo llevara. Minutos después los doctores lo llamaron. Su esposa estaba a su lado. Liam había muerto, le dijeron.

Al acercarse a su cuerpo, José le habló al oído, le pidió perdón por no haberlo metido a tiempo a la casa. Por un segundo, dijo, sintió que el pie del niño se movió. “Estaba recién muerto, calientito. Tal vez era eso. No estoy mintiendo”, dijo.

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Manta suma 116 asesinatos en tres meses, de los tres niños muertos, de las masacres en “Cuba”, de los atentados que ya nadie cuenta. Pero el crimen de Liam pega distinto, sacude, duele.

José no vive en el 15 de Abril, donde ocurrió el crimen; había ido a reparar la moto de un cuñado cuando ocurrió el atentado. Su casa está en el barrio María Auxiliadora; allí tiene un triciclo que usa para vender bidones con agua. Liam solía acompañarlo.

“Dios verá si hace justicia. No somos mala gente, somos humildes”, dice.

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A las 10:00, una carroza se estacionó frente a una funeraria, de las tantas que se mantienen frente a la morgue. Sacaron un ataúd blanco, pequeño, y lo colocaron en la parte de atrás. Lo metieron a la morgue, colocaron el cuerpo de Liam y lo llevaron a otra área a prepararlo.

Dos horas después, lo retiraron. La madre del niño apoyó la cabeza en la caja, lo abrazó y lloró. Adentro estaba su bebé: su vida. Afuera, José siguió repitiendo: “Me lo quitaron, me lo arrebataron”. (I)