Una tenue garúa cae en Camp Mystic, una zona de campamentos devastada el viernes por la súbita crecida del río Guadalupe, en el centro-sur de Texas. Tras sortear escombros, Michael llega hasta una cabaña invadida por el lodazal: “Mi hija estaba aquí”.
La caseta de paredes de piedra luce intacta por fuera, pero tiene los vidrios reventados aparentemente por la fuerza con la que el agua entró tras las intensas lluvias y la crecida del río, que en algunos sectores de esta región de Estados Unidos llegó a cubrir árboles.
Más cerca del afluente, una construcción de madera mucho mayor, donde funcionaba el comedor, tiene arrancada de cuajo una de sus paredes. En el suelo están regados los platos descartables, botellas de jarabe para wafles y frascos de salsa Cholula, comunes en las mesas de los texanos.
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Michael -de 40 años y quien pide no revelar su apellido- vive en Austin, y envió a su hija a este campamento cristiano de veraneo en Texas.
La mañana del viernes recibió un mensaje diciendo que su hija de 8 años estaba en el grupo de 27 niñas que no habían sido localizadas después de la potente onda de agua que golpeó la zona esa madrugada.
Hasta ahora las autoridades han contabilizado al menos 43 muertos -28 adultos y 15 menores- mientras buscan a las niñas que estaban acampando y que desaparecieron tras la crecida. Cientos de personas han sido evacuadas.
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Michael lleva botas altas, un balde y tenazas para cortar metal. Se seca las lágrimas con el cuello de su camiseta e ingresa al local donde su niña estuvo durmiendo cuando ocurrió la tragedia.
Reconoce una toalla con su nombre. También levanta un juguete de peluche, un brazalete, una foto familiar y un bolso de la amiga que dormía junto a su hija y que, dice, ya fue declarada fallecida.
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Esa noche en Camp Mystic dormían unas 750 menores, aparentemente la mayoría consiguió evacuar del lugar a tiempo, pero lo que cree Michael es que el agua golpeó directamente en las cabañas donde dormían las niñas de 8 y 9 años.
“Ellas estaban en estas dos” casas, dice y señala una que tiene amontonadas en la puerta colchones, osos de peluche, maletas y baúles para guardar ropa. El agua de la inundación ya descendió y deja ver el caos.
Una cada 100 años
A lo largo del río todo es devastación. Los árboles están derrumbados y decenas de automóviles aparecen volteados o destruidos por la fiereza de la aguas. En medio de los escombros, equipos de rescate a pie, en camionetas o en helicópteros y drones peinaban la zona en busca de sobrevivientes o víctimas.
El agua del afluente llegó a entrar varios metros dentro de la ciudad de Kent, e incluso tumbó cercas de casas y dañó inmuebles. Un puesto de combustible desapareció. Los daños llegaron hasta la ciudad vecina de Kerrville, donde el río subió hasta casi 10 metros y aterrorizó a los vecinos.
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“Hay un dicho aquí que dice que hay una inundación cada cien años. Nosotros la tuvimos. Nunca habíamos visto algo así y ojalá no lo volvamos a ver”, comenta Gerardo Martínez, de 61 años, dueño de un restaurante en Kerrville y que observa el río desde un mirador.
“Le decía a mi esposa: Vemos estas cosas en la tele. No te imaginas que pasen tan cerca, sobre todo en tu ciudad. Verlo parece irreal”, sostiene, por su parte David Amorr, de 35 años, un residente de Kerrville que llegó hasta la zona de la ribera del río que era usada como paseo peatonal y ciclovía, ahora cubierta por lodo.
“Solo podemos pensar en que también tenemos a nuestras dos hijas. Podrían haber estado allí, en los campamentos, desaparecidas. Así que nos solidarizamos con esas familias”, agrega Amorr.
Mientras, en Camp Mystic, Michael hace una pausa, respira profundo y continúa inspeccionando los alrededores. “Espero un milagro, absolutamente”. (I)