En las calles García Moreno y Chile, en el centro de Quito, a metros del Palacio de Gobierno, Alexandra Remache coloca su coche. Lo pone detrás de un poste para evitar el sol.

“Ponchecito, buenos días”, promociona a viva voz su negocio cuando se fija en alguna persona que al pasar mira el coche que descansa sobre el suelo.

Viste de blanco. Usa un mandil que le llega a la cintura y un gorro del mismo color del que destacan cordones rojos y azules entrelazados.

El ponche tiene dos precios de acuerdo al tamaño de los vasos de plástico en los que lo vende: $ 0,75 o $ 1. Tras comprarlo, es perceptible un olor similar a la cerveza, pero dice ella que la receta la mantiene bajo reserva.

Someramente cuenta que contiene malta, azúcar y clara de huevo. Su adorno principal es una salsa de mora.

Alexandra tiene 28 años, pero es la tercera generación que vende ponche. Está en ese emprendimiento desde hace ocho años.

Su padre y abuelo también lo hicieron cuando llegaron a Quito desde Riobamba. Su papá, más de 20 años. “Sé que va de familia esa tradición, generación en generación”, dijo.

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Familias siguen la tradición de elaborar y vender ponches en coches acondicionados para ello en el centro de la ciudad. Foto: El Universo

Para conservar el sabor y el aseo, el producto -una vez hecho- se lo coloca en un tanque de acero inoxidable, que se lo manda a elaborar específicamente.

De lunes a viernes llega al centro de Quito a las 10:30, pero en fin de semana, una hora antes.

Juan Castillo, de 42 años, compró el domingo pasado dos vasos con ponche para compartir con sus hijas.

“Son deliciosos y tradicionales de la ciudad de Quito (...), no es común en otras ciudades del país”, señaló. Agregó que es una forma además de apoyar a la economía local.

Recordó que desde niño los ha comprado. Para él, un buen ponche debe tener un equilibrio con un sabor a malta, ni tan fuerte ni tan dulce.

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Curar de espanto es uno de los ofrecimientos de personas dedicadas a ese oficio en el mercado de San Francisco, en San Roque. Foto: El Universo

En el mercado San Francisco, en San Roque, el centro de Quito, la medicina ancestral se mantiene como tratamiento para enfermedades.

Hay anuncios de expertas que curan el espanto a niños y a adultos. Los puestos están llenos de un sinfín de hierbas. Quienes atienden usan guantes, mandil blanco y chaleco lila. Se ubican al costado derecho del mercado.

La familia Correa lleva más de 100 años. Rosa es parte de esa tradición.

Vende plantas y, entre otras cosas, saca los malos espíritus, las malas energías y el mal aire, sostuvo.

Contó que hacen una preparación especial con doce hierbas cuya base son la ruda, santamaría, ortiga. “Primero se les ortiga y luego se les pasa con las otras hierbas”, señaló.

¿Cómo se identifica el malestar? Explicó que si están con espanto los niños se ponen molestosos, no comen ni duermen, mientras que una persona mayor se pone de mal genio y padece de múltiples dolores.

“Venimos desde mis abuelitos, siquiera unos 100 años”, expresó. Al menos tres familiares más se dedican al mismo oficio.

La consulta vale $ 5. Hacen un seguimiento para ver si hay mejoría, pero saben que hay enfermedades como el cáncer que no tienen cura.

Mal aire y espanto es lo que atendió Rosa este domingo a un niño de unos 4 años que fue con su madre. El muchacho no quiere comer, no duerme, llora. Le envío una bebida a base de hierbas para que tome y otras para que se bañe.

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En el palacio arzobispal se ubican en puestos fijos unas quince personas que se dedican a lustrar zapatos. Foto: El Universo

Francisco Puli, de 58 años, lustra zapatos desde que tenía 11 años cuando llegó a Quito junto con un vecino. Trajo una cajita de madera desde el campo porque no pudo seguir estudiando la escuela. No recuerda cuánto cobraba por lustrar zapatos en sucres, pero ahora en dólares son 50 centavos y comenta que cuando quiere cobrar más, la clientela se queja.

La plaza del Teatro y la plaza Grande han sido lugares en los cuales ha trabajado deambulando, aunque actualmente arrienda un puesto fijo junto al palacio arzobispal. Cada día gana unos $ 15.

Para él, las claves para un buen lustrado de calzado son que la caja esté limpia, ofrecer un buen trato y dar dos manos de tinta.

Si bien ha sido su forma de vida prefiere que sus hijos no se dediquen a esa tarea sino que estudien.

“En la calle hay de todo, por eso a veces los niños se desvían”, mencionó. (I)