Por Sonia Yánez Blum

La violencia ha encontrado un nuevo territorio: las pantallas que acompañan a niños y adolescentes todos los días.

En Ecuador y en gran parte de América Latina, la violencia ya no se vive solo en calles peligrosas o barrios en disputa. Hoy, avanza de forma silenciosa en el espacio más cotidiano de los jóvenes: el scroll infinito de las redes sociales.

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Lo preocupante no es solo el contenido violento en sí, sino la forma en que algunos mensajes, símbolos y estilos de vida se cuelan en los feeds como entretenimiento, moda o identidad aspiracional.

Organismos internacionales como Unicef han documentado durante años cómo niños, niñas y adolescentes son utilizados por grupos delictivos en tareas que van desde vigilancia y mensajería hasta actividades directamente relacionadas con la violencia. Esta vulnerabilidad se agrava en contextos marcados por desigualdad, exclusión social y falta de oportunidades.

Lo nuevo no es la existencia de estos grupos. Lo nuevo es cómo llegan a los más jóvenes.

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El algoritmo como puerta silenciosa

En este contexto, cobra relevancia el concepto de autoridad algorítmica: la capacidad de los sistemas de recomendación para otorgar visibilidad, legitimidad y permanencia a ciertos contenidos por sobre otros. No se trata solo de mostrar lo más visto, sino de reforzar lo que el algoritmo interpreta como relevante, atractivo o digno de atención.

En entornos digitales, esa autoridad no es neutral: puede amplificar narrativas, estilos de vida y símbolos que, al repetirse, se normalizan y adquieren peso cultural, incluso cuando están asociados a dinámicas de riesgo. Hoy, el contacto inicial ya no ocurre necesariamente en la calle. Puede ocurrir en una pantalla.

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En plataformas digitales de consumo masivo, como TikTok, los sistemas de recomendación funcionan a partir de interacciones mínimas: ver un video, darle “me gusta”, comentar por curiosidad. A partir de ahí, el algoritmo aprende, insiste y profundiza.

No se trata de reclutamiento directo ni de mensajes explícitos. Se trata de algo más sutil: narrativas de poder, pertenencia y reconocimiento presentadas con música atractiva, estética cuidada y códigos que conectan con el mundo adolescente.

Así, la violencia no se muestra como peligro, sino como algo normal, cercano, incluso deseable.

Qué puede hacer Ecuador y por qué urge actuar

Este fenómeno exige respuestas nuevas, acordes a la realidad digital actual.

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Primero, una alfabetización digital que vaya más allá de la tecnología. No se trata solo de enseñar a usar plataformas, sino de aprender a leer símbolos, reconocer manipulaciones emocionales y entender cuándo un contenido busca conectar con vulnerabilidades.

Segundo, monitoreo de riesgos adaptado al contexto local. Los códigos cambian de país en país. Sin observación sistemática y contextualizada, es imposible prevenir.

Tercero, campañas de prevención que hablen el lenguaje juvenil. Las advertencias tradicionales ya no compiten con el ritmo y la estética de las redes. La comunicación preventiva debe ser tan atractiva como el contenido que intenta contrarrestar.

Y finalmente, nuevas métricas de riesgo digital. Si no se miden la exposición, la repetición y la velocidad con la que ciertos contenidos se difunden, no se puede intervenir a tiempo.

Cuando lo peligroso se vuelve cotidiano

Este debate no es solo tecnológico: es una cuestión de cultura, psicología, desigualdad, comunidad. La violencia ha encontrado un nuevo territorio: el algoritmo, el feed, el scroll interminable.

Si Ecuador ignora esta puerta silenciosa, estará dejando que la violencia organizada se infiltre en la cotidianidad de sus jóvenes sin levantar sospechas. Pero si actuamos con previsión, educación consciente y comunicación estratégica —como sociedad, Estado y comunidad—, podremos evitar más daños.

Este tipo de exposición tiene un efecto preocupante: normaliza la violencia. Para muchos adolescentes, ese contenido puede parecer tan inofensivo como cualquier tendencia viral. Padres, madres y docentes muchas veces no lo identifican como una señal de riesgo, porque no se presenta como amenaza, sino como entretenimiento. La frontera entre lo banal y lo peligroso se vuelve borrosa.