Dos amigas acostumbraban espiar a los demás en la plazoleta de San Diego, en el centro histórico de Quito. Según la leyenda, las mujeres acudían al cementerio de la misma localidad por las noches, donde profanaban tumbas recientes y llevaban la carne de los muertos a sus hogares; los familiares se servían estos alimentos sin saber su procedencia.