En medio del caos de las calles quiteñas, entre el ruido de los motores y el apuro de los semáforos, un hombre de 31 años se alza sobre una escalera metálica de 3 metros, desafiando el equilibrio y la gravedad.
Su nombre es César Santacruz, un artista callejero originario de Bolívar, en la provincia de Carchi, que ha dedicado casi la mitad de su vida a perfeccionar el arte del malabarismo.
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Junto a él, siempre está su fiel compañero: un perro rescatado en Bolivia que lo sigue a cada semáforo, uniendo sus vidas en un lazo inseparable.
César comenzó a explorar el mundo del malabarismo a los 18 años, cuando decidió seguir su pasión por el arte circense en Montañita, Ecuador. Allí conoció a artistas de diversas disciplinas que le hablaron de una escuela de circo en Rosario, Argentina.
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“En esa escuela expandieron mi cerebro”, recuerda. Fue el inicio de un recorrido que lo llevaría a viajar por casi toda Sudamérica, aprendiendo nuevas habilidades y compartiendo su talento en las calles.
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Aunque comenzó con pelotas y clavas, su inclinación por los retos lo llevó a entrenar con una escalera metálica. Esta técnica, que aprendió en una convención de circo en Paraguay, se convirtió en su sello personal. Desde hace seis años domina el equilibrio y el movimiento a 3 metros de altura, mientras cautiva a conductores y peatones con su energía y destreza.
Para César, la esencia del arte callejero radica en la movilidad. “Si vas muchos días a un semáforo, la gente deja de colaborar”, explica. Por eso rota constantemente entre esquinas, como la de la avenida Patria y Amazonas, donde dedica unas cinco horas diarias a su acto.
Su jornada se organiza con precisión: trabaja tres horas por la mañana y dos por la tarde, buscando generar al menos $ 20 al día, cantidad que le permite cubrir gastos básicos como el hotel, la comida y el mantenimiento de su motocicleta. A pesar de los días flojos o las crisis económicas, siempre agradece cualquier colaboración, incluso las monedas más pequeñas.
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“Estos últimos días, con los apagones de luz, la gente ya no genera mucho dinero. He visto cómo se esfuerzan por colaborar con lo poco que tienen. Para mí eso también es energía y voluntad”, comenta.
El inseparable compañero de César es un perro que rescató durante su paso por Bolivia. Este fiel amigo lo acompaña en cada esquina, compartiendo jornadas de trabajo y descansos. “Es parte de mi familia”, dice César, quien destina parte de sus ingresos al cuidado del animal.
Además de ser malabarista, César es mecánico de motos, profesión que aprendió gracias a sus ingresos como artista. Aunque sueña con un futuro más estable, no imagina su vida sin el arte.
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“Esto me ha llevado a conocer muchas culturas, a comer cosas deliciosas y a pagar mis estudios. Pero más allá de eso, el arte destaca tu esencia y todo el tiempo que entrenaste”, reflexiona.
Para él, cada acto es el resultado de años de dedicación. “Una rutina bonita no se forma en un mes, ni en un año. Llevo casi quince años en esto y aún sigo aprendiendo. Mientras mi cuerpo me lo permita seguiré haciendo lo que amo”.
Con una sonrisa y su escalera metálica, recuerda a quienes lo ven que el arte callejero es mucho más que entretenimiento: es una forma de vida que, aunque alejada de los cánones del sistema, enriquece a quienes lo practican como a quienes tienen el privilegio de presenciarlo.
Al despedirse, agradece con sinceridad a quienes le ofrecen su apoyo, no solo económico, sino también emocional. “Cada moneda que recibo es un gesto de solidaridad y empatía. Es la energía que me impulsa a seguir adelante”.
En la esquina de la avenida Patria y Amazonas, César seguirá siendo un símbolo de talento, esfuerzo y humanidad. Allí, sobre su escalera de 3 metros, se alza un artista que, con cada acto, deja una huella en el corazón de quienes se detienen, al menor por segundos, a mirar su arte. (I)