Todos los historiadores concuerdan que los mayores azotes que sufrió la ciudad de Guayaquil en el transcurso de su historia fueron los incendios, los ataques piratas y las pestes. De esta última, la ciudad se convirtió en blanco de muchas enfermedades que diezmaron inclementemente su población. Una de ellas fue la epidemia de la fiebre amarilla de 1842, que estuvo a punto de destruir la ciudad y que solo por su fuerza y perseverancia resurgió de su calamidad.