Todo empieza con una llamada. Ricardo, un empleado privado, escucha la voz de una mujer que, con acento extranjero, lo saluda por su nombre. Ella conoce que él tiene tarjetas de crédito y lo invita a una cena gratuita en un restaurante en el norte de la ciudad. El único requisito es portar el dinero plástico. El encuentro, dice, es para ofrecer servicios turísticos “sin ningún compromiso”.