Aquella tarde de noviembre es fría, el cielo poco a poco pierde su brillo y las gigantescas nubes grises se mueven como un manto oscuro sobre el barrio La Argelia, en el sur de Quito. Ahí vive Vilma Pineda, en media ladera, en una casa color durazno que también guarda un ambiente lúgubre y sombrío, pues adentro –dice– agoniza su hijo Édison, de 23 años, postrado en una cama por más de seis años.