Todo esfuerzo del presidente de la República para elevar el nivel del debate político en el Ecuador se echa a perder porque él mismo se encarga de cerrarlo y empobrecerlo. Lo abre, en un juego de simulación, para clausurarlo.

Ocurrió la semana pasada en un hecho celebrado en la sabatina: la clase magistral impartida en la Escuela Politécnica del Litoral. ¡Ah, la academia! Es lo mío, allí está mi verdadera vocación, comenta un sentimental Correa. A lo largo de unas cuantas horas pretendió ensamblar en uno solo dos roles completamente distintos, el del político y el del científico. Ofreció una clase de macroeconomía para mostrar científicamente, rigurosamente, sin ideología y sin politiquería –todo de un solo plumazo, como lo sostuvo el sábado– por qué las medidas para enfrentar la reconstrucción de las zonas dañadas por el terremoto no son recesivas. El efecto multiplicador del gasto público domina el efecto recesivo del cobro de los impuestos, fue su argumento. Lo que fue una decisión controvertida, entre muchas otras posibles, terminó convertida en verdad científica. El mensaje a los estudiantes fue créanme a mí que soy un político científico, no a la oposición mediocre que es solo politiquera. Crean en mí y en mis fórmulas.

El argumento científico para justificar decisiones políticas tiene varios lados problemáticos. El primero consiste en insinuar lo siguiente: mi política es la única y la mejor porque es científica, irrefutable. La política no es un campo abierto para reflexionar críticamente los argumentos, intereses, principios, conveniencia de una decisión entre muchas posibles, sino para seguir ciegamente a quienes proclaman ser poseedores ahora del saber científico. Correa fue a la Escuela Politécnica a destruir los dogmas de la oposición consagrando uno nuevo: su política tiene sustento científico.

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El segundo efecto viene de la indistinción entre el político y el científico, tema que provocó, ya hace muchas décadas, un texto clásico de Max Weber recordado ayer en esta misma página por Simón Pachano. El argumento de Weber era el siguiente: a la política y a la ciencia les mueve valores y objetivos distintos; la política no puede legitimarse, salvo a condición de construir un dogma, en verdades pretendidamente científicas. La ética del político y la del científico van por caminos distintos: mientras el científico, efectivamente, aspira a un conocimiento verdadero, el político toma decisiones en un campo de múltiples posibilidades, plural, porque los valores, las ideologías, los intereses y el poder siempre están en juego.

De esa distinción surge una demanda ética sobre el político: asumir la responsabilidad de sus decisiones como una elección valorativa, expuesta al debate y a la crítica, a la revisión incluso, no sustentada en una posición científica irreductible. El político que quiere justificar sus actuaciones en la ciencia lo hace para eludir la responsabilidad sobre sus acciones. Correa quiere argumentar a favor de los nuevos impuestos desde la ciencia económica como si la ciencia estuviera al servicio de la política.

Volvió a la academia para contaminarla de política, pero disfrazándola de conocimiento puro, para pedir a los estudiantes que se alineen con sus verdades científicas, y de paso rechacen la doble moral y la mediocridad de la oposición, que dice cualquier sandez. El político científico en plena acción. (O)