La madrugada del 30 de diciembre de 1916 fue asesinado en San Petersburgo, entonces capital rusa, Gregorio Rasputín, monje favorito de la corte zarista. Primero le dieron arsénico, en vino y pasteles, para matar a varios hombres, pero apenas se inmutó. Luego le dispararon al corazón, y si bien desfalleció, mientras los complotados discutían qué hacer con su cuerpo, resucitó e intentó escapar; entonces, lo remataron con cuatro tiros. Para ocultar el crimen político, lo amarraron y tiraron a un gélido canal del río Neva. La paradoja es que cuando lo encontraron luego de un par de días, practicándole la autopsia del rigor, resultó que había muerto ahogado y de hipotermia.
El mentalizador de la ejecución fue el príncipe Yusúpof, casado con una sobrina del zar Nicolás II, secundado por un pequeño grupo donde había nobles, políticos y militares liberales reformistas. El momento histórico era particularmente crítico. Rusia afrontaba la debacle de una infortunada participación en la I Guerra Mundial, con vergonzosas derrotas en Prusia Oriental ante Alemania y magras victorias en el frente de Galitzia ante el Imperio austrohúngaro y Turquía.
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El Ejército ruso se encontraba desmoralizado, mal equipado, y el sentimiento de derrotismo daba pábulo a distintas facciones revolucionarias que pugnaban por derrocar a la débil monarquía y hacerse del poder.
De analfabeto a ‘hombre de Dios’
Rasputín, un campesino siberiano semianalfabeto, que tardíamente recibió una educación formal monástica, logró ser introducido como cortesano en el palacio imperial de Tsarkoye-Selo en 1905, prevalido de su reputación tanto de predicador como sanador.
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Justamente ese año se había producido un alzamiento de masas en distintas partes del Imperio ruso que había obligado al zar a instaurar una monarquía constitucional, con la presencia de una duma o Parlamento, que pretendía remozar al anquilosado Antiguo Régimen, cuyas tradiciones absolutistas contrastaban con la modernidad de otros Gobiernos de Europa Occidental. En esta forzosa transición, sin duda, había influido también la decepcionante derrota de Rusia ante Japón, en disputa por su presencia hegemónica en Manchuria, Extremo Oriente.
Desde que la potencia euroasiática se cristianizó hacia el siglo X, surgió como producto de la mezcla de la nueva fe con el paganismo la figura del starets, una especie de hombre de Dios que combinaba el don de la palabra y el conocimiento de las Sagradas Escrituras con poderes sobrenaturales para la cura de enfermedades, tal como lo hiciera Cristo.
De tal modo, los starets eran personajes del misticismo popular que habían pululado por la corte real desde tiempos inmemoriales, aunque Rasputín estaría llamado a convertirse en el más famoso de todos.
Nicolás II se había casado con la zarina Alejandra, princesa alemana nieta favorita de la reina Victoria del Reino Unido, en 1894. Habiendo concebido en seguidilla a cuatro mujeres y recién después de una década, nació el zarévich Alejandro, que, en medio de la dicha de los cónyuges, pasó a ser el heredero legítimo de la corona. Pronto se descubriría que estaba aquejado por el mal de la hemofilia, heredado por vía materna, que produce incontenibles sangrados ante la menor herida debido a la falta de factores de coagulación.
El drama familiar abriría las puertas de la intimidad de la pareja al carismático Rasputín, quien fue llamado a intervenir ante la primera crisis que afectó a la criatura poniéndola en peligro de muerte. Obrando una milagrosa sanación, mediante sus rezos y poderes hipnóticos, se convertiría en personaje imprescindible y favorito de la zarina, quien lo protegería a ultranza ante el descrédito que suponían sus rústicos modales, así como su afición excesiva por la bebida y las mujeres.
“La mirada era firme y penetrante. Poca gente podría sostenérsela sin bajar los ojos o mirar para otro lado. Ahí se ocultaba una fuerza de sugestión a la que no podían sustraerse los seres más influenciables”, según un contemporáneo. Vistiendo de talar monjil, con 1,93 m de altura, “fuerte y macizo”, su imponente figura no podía pasar inadvertida; destacaban sus profundos ojos azules, a la vez que un cabello obscuro untado con aceite que le caía sobre sus hombros y una barba hirsuta, aunque bien cuidada.
“En general era bastante limpio y se bañaba a menudo, pero en la mesa mostraba poca educación. Raramente usaba el cuchillo o el tenedor y prefería hundir en el plato los dedos secos y huesudos. Despedazaba los pedazos grandes como un animal, lo que era repugnante. Tenía una boca enorme y en lugar de dientes solo se veían tocones ennegrecidos”, comentaba un cortesano con desdén.
Pecador con redención
Entre las múltiples sectas de la Iglesia ortodoxa rusa, Rasputín perteneció a una cuyo credo se fundaba en el ciclo continuo de pecado, arrepentimiento y redención; encontraba así justificativo a su conducta mundana, que ponía en entredicho su atribuida y a la vez dudosa santidad.
Su ascenso como favorito de los zares le atrajo envidias y aversión, en tanto que favorecía a sus allegados en el desempeño de dignidades eclesiásticas, influencia que luego trasladaría al ámbito de la política secular. A punto de ser exiliado por indeseable, se trasladó voluntariamente a la Siberia, en 1909, desde donde al año siguiente obraría un milagro telepático al curar al zarévich a instancias del ruego angustioso de su madre.
En 1912, su notoriedad alcanzó un punto álgido, cuando uno de sus mentores eclesiales, a quien había dado la espalda, hizo publicar una carta privada dirigida por la zarina a él, en términos inauditos: “Mi maestro amado e inolvidable, mi salvador y preceptor, ¡qué difícil me resulta estar sin ti! Mi alma solo tiene quietud y reposo cuando estás sentado, maestro a mi lado, y yo beso tus manos e inclino mi cabeza en tus hombros benditos”.
El escándalo fue fenomenal, desacreditando al régimen zarista y en particular a ella, una indisposición ante la opinión pública que se agravó dos años después con la declaratoria de guerra a Alemania, su país natal, al punto de ser apelada como la “María Antonieta rusa”, en alusión a la reina francesa decapitada a fines del siglo XVIII.
El episodio terminó por convertir a Rasputín en una celebridad pública, en un personaje de moda cuya presencia era disputada en muchos salones de la nobleza de San Petersburgo. Sin embargo, también era despreciado por quienes se daban cuenta de que encarnaba lo peor de un Gobierno autoritario agonizante, que no sobreviviría a su muerte sino apenas nueve semanas.
Tanto así que Alejandro Kérensky, quien lideró el Gobierno provisional que siguió a la abdicación del zar en marzo, posteriormente depuesto por la Revolución bolchevique de octubre de 1917, sentenciaría desde su exilio: “Sin Rasputín, no hubiera existido Lenin”. (I)