Que íbamos a ser mejores se decía al principio del COVID-19, que desarrollaríamos tolerancia y respeto hacia todas las especies del planeta, que aflorarían sentimientos de solidaridad. Yo escuchaba optimista pero incrédula. ¿Lograríamos aplacar, en tres meses de encierro, la naturaleza humana, aquella que nos convirtió en reyes (a la vez que esclavos) de nuestro talento para la dispersión y el dominio? A distancia prudencial he escuchado los debates que ocurren dentro del mismo archipiélago, por ejemplo, donde cada uno tira para su propio costal.