España preparó con entusiasmo sin par su Mundial 82. Quince ciudades y dieciocho estadios rellenaron su geografía de fútbol. La pelota se mezcló con el jamón y la paella, con los toros y las maravillosas tradiciones. Todo fue una fiesta… menos su selección. Preparó la mesa y otros degustaron los manjares. La selección española aún no era La Roja del toque, el preciosismo y la contundencia que le imprimió el Barcelona a través de Pep Guardiola, Xavi, Iniesta, Busquets. Aún estaba en vigencia la Furia, aquel estilo rústico y de fuerza que predominó por décadas basado en centro y arremetida. Con el agregado de que el Mundial llegó en medio del apogeo de la Real Sociedad y el Athletic de Bilbao y más de la mitad del equipo provenía del País Vasco, lo que hacía aún más áspero su fútbol. Y el uruguayo Pepe Santamaría era su entrenador. Había más músculo y sudor que ingenio. Pasó la primera fase como ese sujeto que queda atrapado entre las dos puertas del Metro y al final haciendo fuerza y ayudado por otros pasajeros, se mete con el tren andando. Pero en la segunda, con Alemania e Inglaterra en el grupo, ya no pudo.