Su gloria comienza ahora. El hombre bueno y sencillo, el representante de los pobres, los oprimidos, los dolientes, los inmigrantes y los discriminados será un ícono mundial en las décadas que vienen como ya lo son sus compatriotas Maradona, Messi o el Che Guevara. Prestigió a la Iglesia católica, la acercó derribando el muro de solemnidad, de inaccesibilidad, de acartonamiento, de cierta soberbia cardenalicia sin reprender a nadie, ofreciendo a todos su mano, su sonrisa diáfana, su palabra sabia, el ejemplo de su modestia. La Iglesia debiera poner en una vitrina del Vaticano sus famosos zapatos negros gastados en las calles de Buenos Aires que siguió usando siendo ya el Santo Padre “porque estaban buenos”. No solo el catolicismo derrama lágrimas por él, la humanidad entera saluda su paso a la eternidad. Incluso judíos y musulmanes y de otras creencias se unieron en el pesar por su adiós. Francisco es la imagen del ciudadano de a pie que alcanza la cima más alta sin perder su esencia (“Tan bueno que no parece argentino”, dirán millones en América Latina).
“El primer milagro de Francisco: la despedida del papa une al mundo entero”, titula a todo pulmón el Bild alemán, el diario de mayor tirada de Europa (3′650.000 ejemplares). E ilustra con una foto de Donald Trump junto con otros líderes mundiales, opositores a él, despidiendo el féretro de Jorge Bergoglio. “Inmediatamente santo”, pide La Voce del Popolo, periódico croata en idioma italiano. “El papa de la gente”, define La Gazzetta del Mezzogiorno, del sur de Italia. Podrían acumularse miles de calificativos dados al gran pontífice que nos deja.
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Que un argentino llegue a papa es extremadamente inusual, que un argentino no sea hincha de fútbol es tal vez más extraño. Aquí la gente vive, come y piensa fútbol. Monseñor Bergoglio no fue la excepción. De muy niño siguió el mandato paterno. Don Mario era fan de San Lorenzo, vivían en Flores, barrio con fuerte influencia azulgrana, y se apasionó con los colores azul y rojo. Seguramente los domingos, allá en Roma, cuando acababa la misa y sus funciones papales le daban paso al hombre común que fue, consultaría a su asistente argentino: “¿Cómo salió el Ciclón...?” Inmediatamente repreguntaría: “¿Cómo estamos con el promedio del descenso...?”.
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De hecho, Bergoglio (a secas, como se lo conoció siempre en el país) fue un vecino más, de perfil bajísimo y hábitos comunes y austeros, que viajaba en subterráneo y caminaba las calles porteñas. Por eso no extrañó que, apenas minutos después de su nombramiento en 2013, circulara por los medios una foto del flamante pontífice exhibiendo un banderín del club de sus amores, donde solía oficiar misa. E instantes después la reproducción de su carnet de socio con el número 88.235.
Francisco I abrazó el sacerdocio recién a los 21 años, aunque seguro desde antes habitaba en su interior el hombre de fe. Para entonces ya era futbolero. Acaso San Lorenzo lo atrapó también por su historia. Este club fue fundado en 1908 por un cura: el padre Lorenzo Massa, un gran entusiasta de la pelota. Él armó el primer equipo, que se llamaba Los Forzosos de Almagro. En el patio de su parroquia jugaron los primeros sanlorencistas y luego gestionó ante un convento los terrenos donde se edificaría el inolvidable estadio “santo”: el Gasómetro. En su homenaje los muchachos cambiaron el nombre del club y lo rebautizaron San Lorenzo.
No solo papá Mario influyó en la elección por esa camiseta. Cuando Jorgito tenía diez años se gestó una iluminación: el San Lorenzo del 46, una de las manifestaciones más sublimes de la historia de este deporte. Desafiando el frío y la nieve de diciembre y enero en Europa, San Lorenzo regaló catedrales de fútbol. Bailaban sobre la escarcha. Inmediatamente después de consagrarse campeón argentino, el Ciclón salió de gira por España y Portugal y generó un suceso jamás visto hasta nuestros días. Hubo factores concurrentes: la España franquista estaba aislada del mundo, excepto por la Argentina de Juan Perón, que le extendió su mano y la salvó de ser expulsada de la Sociedad de Naciones (antecesora de la ONU). La decisión debía ser unánime y solo faltaba un voto: Perón la tiró abajo.
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Había, pues, una simpatía hacia todo lo argentino. Además, hacía diez años que un equipo extranjero no pisaba la patria de Cervantes. Y cayó el San Lorenzo de Pontoni y Martino, dos genios. Causó tal sensación que hasta nuestros días persiste en la Madre Patria la frase que se acuñó tras su paso: “El fútbol es un antes y un después de San Lorenzo”. La península ibérica solo conocía un estilo: el de fuerza, carrera y pelotazo. Ahí descubrió el toque corto, la habilidad, la cerebración por encima del ímpetu. San Lorenzo era arte, armonía, preciosismo y contundencia. Para mejor, estaba capitaneado por Ángel Zubieta, un vasco que había sido campeón con el Athletic de Bilbao en 1936 y que, al estallar la Guerra Civil, había escapado con la selección de Euskadi. Su madre y su hermana habían viajado desde Vizcaya a Madrid para verlo después de años. En las canchas lo aclamaban. Fue todo muy emotivo.
Apenas arribado a España lo pusieron a San Lorenzo frente al Atlético Aviación, que unos días después recuperaría su nombre original de Atlético de Madrid. Ganó el Ciclón 4 a 1. Su juego provocó una revolución. A las 48 horas lo programaron ante el Real Madrid y, cansado, cayó 4 a 1 en su única derrota. Inmediatamente saltó al ruedo frente a la selección Española y se impuso 7 a 5, dando una exhibición inolvidable. Hubo críticas feroces para los locales. Que cómo un equipo de club podía golear tan impiadosamente a una selección. Y se acordó la revancha. Fue peor: España 1 - San Lorenzo 6.
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Los diarios no salían de su estupor. Siguieron los triunfos. Las loas y agasajos a la delegación sanlorencista se superponían, los jugadores aumentaron entre tres y cinco kilos de peso. Desde Lisboa llegó un telegrama invitando a San Lorenzo. Querían ver cómo era eso. Fue el equipo y en el primer duelo aplastó al Porto: 9 a 4. Dos días después enfrentó a la selección de Portugal y la derrotó 10 a 4. Rinaldo Martino, autor de 17 goles en ese periplo ibérico, nos contó personalmente en la redacción de El Gráfico una anécdota deliciosa: “Terminó el primer tiempo, ya habíamos hecho seis goles, bajó un emisario a decirnos que el embajador argentino estaba en el palco viendo el partido con el presidente de la República, que aflojáramos un poco porque era un papelón. Nos dio bronca: ¿qué…? que venga a jugar él, le dijimos. Ahora le hacemos diez…” Y cumplieron.
De ese San Lorenzo inmortal se enamoró el papa Francisco, que iba al viejo Gasómetro a verlo con toda su familia. Y de allí surgió su ídolo: René Pontoni, un artista de la pelota. Por aquel cariño Francisco recibió en audiencia privada al escribano René Pontoni, hijo del crack, quien le llevó como obsequio la pelota que atesoraba su padre de cuando fueron campeones.
La espectacular escena de la película Los dos papas, de Fernando Meirelles, con Jonathan Pryce y Anthony Hopkins, mirando la final del Mundial 2014 entre Argentina y Alemania, describe a Francisco: un gran conocedor del juego. Su condición de futbolero lo torna más terrenal, más de los nuestros. Y se fue campeón del mundo. (O)