Le quedo debiendo una nota a la regata Guayaquil-Posorja, una epopeya que debía tener difusión internacional y que es, con el Clásico del Astillero, las dos tradiciones que quedan en la historia heroica del deporte guayaquileño. Durante medio siglo, navegando junto a las yolas, viví y reporté esa prueba para EL UNIVERSO, junto con mi inolvidable compadre y colega Washington Rivadeneira.
“Notas de la regata” se llamaba la columna, ilustrada por las divertidas caricaturas de River. Su deceso y la nostalgia me alejaron de esa travesía, pero el miércoles pasado, durante la presentación de la regata, me enteré de una noticia estimulante para el futuro: la Dirección de Deportes del Municipio, a cargo del exarquero de Emelec Carlos Morán Jalón, decidió, con la aprobación del alcalde Aquiles Alvarez, que sea el Municipio de Guayaquil el que patrocine la regata en el futuro. La del Viernes Santo fue íntegramente auspiciada por el cabildo.
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Me decidí por escribir acerca del escritor peruano Mario Vargas Llosa, fallecido hace pocos días, no solo por su monumental obra novelística, sino también por lo que produjo en el ensayo y en el periodismo. Fue una figura clave del llamado boom, descrito por el mexicano Carlos Fuentes como “un cruce de caminos del destino individual y el destino colectivo expresado en el lenguaje”.
Cuando Fuentes describía así el fenómeno literario del que él mismo fue parte, plasmaba en una sola frase las aristas que tocó. Porque si bien el boom marcó a varios autores y los encumbró ―a algunos de ellos hasta el máximo galardón, el Nobel de Literatura―, también puso el foco en América Latina, y todo con un lenguaje rico y único. El boom latinoamericano, además de abarcar una generación fabulosa en las letras latinoamericanas que empezó a darse a conocer en la década de los 60 y explotó en toda su dimensión en los 70, fue un movimiento editorial, social y cultural.
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Tuvo muchos integrantes, entre ellos Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, Augusto Roa Bastos, Guillermo Cabrera Infante, Jorge Edwards, José Donoso, entre otros.
Un mediodía de 1970 en que hablábamos un grupo de amigos en la Casona Universitaria apareció ese gran promotor cultural, maestro, historiador y filósofo que fue el siempre recordado Gorky Elizalde Medranda, empezó a hablarnos de la obra de Vargas Llosa y nos recomendó leer un libro que estaba haciendo noticia universal: Conversación en La Catedral.
Con mi compañero Manuel Mejía Espinoza, de gran ilustración y más tarde novelista de mérito, estábamos deslumbrados por Cien años de soledad, de García Márquez, y leíamos en diarios y revistas sobre la internacionalización del boom. Ese libro fue el primero de Vargas Llosa que tuve en mis manos y hoy me falta poco por descubrir. Con mi hijo Ricardo intercambiamos libros sobre el boom y para mi último cumpleaños mi nieto Benjamín, lector recurrente e investigador de la historia, me obsequió La civilización del espectáculo, que estaba leyendo cuando estalló la noticia de la muerte del gran escritor.
Esta no es una columna literaria y en el mundo entero ya se ha hablado de lo que significa el penoso suceso, pero no se ha escrito mucho de una faceta muy trascendente: la vida deportiva y el trabajo de periodista del fútbol de Vargas Llosa. Quienes seguíamos la revista El Gráfico leímos con asombro una columna titulada “Maradona y los héroes” y el motivo del asombro era que la firma de autor era del escritor peruano. Supimos entonces que se hallaba en España reportando la Copa del Mundo 82 como corresponsal de diarios y revistas.
Después, no era raro leer su opinión sobre el fútbol en el diario El País, de España, y en El Gráfico. “Fue divertidísimo, escribiendo sobre la marcha, corriendo de un lado para otro, sin tiempo para corregir”.
Hay gran cantidad de publicaciones, luego de su fallecimiento, que han resucitado viejas historias sobre su vínculo por el deporte. Desde que escribió el artículo “Aquí habla el estadio” para la sección Campanario en el diario La Industria en Piura, en 1952, la relación entre Vargas Llosa y el deporte marcó su carrera. En su tiempo de estudiante secundario fue atleta.
Su sueño fue siempre correr el maratón. Después eligió la natación, hasta que un día se cambió al fútbol. Se declaró siempre seguidor de Universitario de Deportes. Y no solo eso: fue jugador juvenil de “los cremas”: “Fui ‘calichín’ (jugador juvenil) de la U y jugué con la camiseta crema en el Estadio Nacional (de Lima)”, dijo al diario El Comercio. En una entrevista que recogió el medio Radio Programas del Perú, el escritor de La ciudad y los perros y La fiesta del Chivo reveló que su ídolo de toda la vida fue el gran Teodoro Lolo Fernández, con el que alguna vez aspiró a ser su compañero en la delantera de la U.
Pero no era el único jugador al que admiraba, pues otro de sus ídolos era el Alberto Toto Terry. Precisamente uno de sus primeros cuentos de tema deportivo se tituló “Y quién te crees, ¿Toto Terry?”.
Escribió sobre el fútbol como un fenómeno social, capaz de movilizar masas, construir identidades colectivas y generar emociones profundas como las que produce una obra de arte. “A quienes el fútbol nos gusta y nos da placer, no nos sorprende en absoluto la jerarquía que ha alcanzado como entretenimiento colectivo”, escribió Vargas en una columna que tenía para el diario El País y criticó a quienes no les interesaba en absoluto este deporte “Quienes piensan que empobrece intelectualmente al público, olvidan que divertirse es un asunto importante”, recalcó el ganador del Premio Nobel de Literatura en 2010.
“Los pueblos necesitan héroes contemporáneos, seres a quienes endiosar. No hay país que escape a esta regla. Culta o inculta, rica o pobre, capitalista o socialista, toda sociedad siente esa urgencia irracional de entronizar ídolos de carne y hueso ante los cuales quemar incienso. Políticos, militares, estrellas de rock, deportistas, cocineros, playboys, grandes santos o feroces bandidos, han sido elevados a los altares de la popularidad y convertidos por culto colectivo en eso que los franceses llaman con buena imagen los monstruos sagrados. Pues bien, los futbolistas son las personas más inofensivas a quienes se puede conferir esta función idolátrica”, escribió en un ensayo.
Con Vargas Llosa se ha ido el último de los cuatro nobeles que dieron espacio al fútbol en su prolífica vida y obra. El español Camilo José Cela (Nobel en 1989) publicó en 1963 su libro Once cuentos de fútbol. Albert Camus (1957) reveló en una entrevista que había sido arquero en un equipo profesional en su Argelia natal (“el puesto de arquero me enseñó que en la vida el balón no siempre viene por donde uno piensa”). Gabriel García Márquez escribió de fútbol y boxeo y se declaró hincha del Junior, de Barranquilla. Vargas Llosa debe haberse reunido ya con ellos para hablar de sus aventuras en torno a un balón. (O)