Aunque no naciste en Ecuador ni en Sudamérica, los que habitamos esta región del mundo te hemos adoptado como uno de los nuestros. Desde que comenzó su carrera, cada torneo que jugó con pasión, entrega y rectitud nos hizo sentir que Rafael Nadal era el estandarte de toda Hispanoamérica.
No tengo dudas de que, a través de las raquetas de Nadal, Roger Federer y Novak Djokovic, hemos presenciado la era más gloriosa del tenis internacional. Los historiadores del deporte, en generaciones futuras, dedicarán innumerables páginas y horas de reportajes a esta Belle Époque del deporte blanco, respaldados por estadísticas inapelables.
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He confesado antes que mi favorito en este trío legendario siempre fue Federer. Sin embargo, es innegable que Nadal llevó al suizo a niveles de competitividad inimaginables, empujando los límites de su propio talento y forjando una de las rivalidades más icónicas en la historia del deporte.
El impacto de Rafa Nadal en el tenis mundial es indiscutible. Durante su carrera, no solo ha sido un tenista extraordinario, sino que ha obligado a sus rivales, como Djokovic, a rendir al más alto nivel para estar a su altura.
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Esa competencia feroz entre Nadal, Djokovic y Roger Federer es la razón por la cual el Big Three dominó de manera casi absoluta el ATP Tour durante más de una década. En ese tiempo no dejaron espacio para que al menos dos generaciones de talentosos raquetistas lograran sus aspiraciones de destronarlos.
Pero Nadal no es solo un atleta de élite. Su magnetismo fuera de la cancha ha cautivado a millones de fanáticos en todo el mundo, especialmente a niños y mujeres, generando una conexión emocional pocas veces vista en el tenis.
En este contexto, recomiendo la lectura de la columna de Javier Cercas en El País, donde aborda con precisión lo que hace a Nadal único frente a sus dos grandes rivales. Cercas desmiente la idea de que Rafa carecía de técnica o que era un jugador puramente defensivo.
Según él, Nadal sobresalía en algo aún más crucial: la fortaleza mental. Su capacidad para concentrarse en los momentos decisivos y su negativa a darse por vencido lo colocaron en una liga aparte.
Cercas concluye con una reflexión profunda: mientras que muchos creen que se aprende más de las derrotas que de las victorias, Nadal, siempre autocrítico, encontraba lecciones incluso en sus triunfos. Ese enfoque inquebrantable es lo que lo ha mantenido en la cima.
Ahora nos enfrentamos al inevitable adiós de Nadal, una despedida que todos sabíamos que llegaría, pero que preferíamos no imaginar.
Así como terminó la era de los Cuatro Mosqueteros franceses: René Lacoste, Henri Cochet, Jean Borotra y Jacques Brugnon; las leyendas australianas Rod Laver, Ken Rosewall, Roy Emerson y John Newcombe; o el final de los míticos Jimmy Connors, John McEnroe, Bjorn Borg e Ivan Lendl, ahora estamos presenciando el cierre de la era más brillante del tenis moderno.
Con el retiro de Federer y el inminente adiós de Nadal, solo queda esperar cuándo llegará el turno de Djokovic.
El interés por su despedida es inmenso. Para la final de la Copa Davis en Málaga, del 19 al 21 de noviembre, donde Nadal ha elegido cerrar su carrera, los boletos ya se revenden a precios astronómicos.
Lo que alguna vez costó 1.500 euros ahora alcanza los 33.000, reflejando el deseo masivo de verlo por última vez representando a España en una competencia oficial.
El final de una era está aquí, y con él, el legado imborrable de Rafael Nadal. (D)