En medio de la oscuridad, la inseguridad y los trastornos psicológicos —como la desazón, zozobra, desasosiego, disgusto, pesadumbre, contrariedad, desagrado, intranquilidad, nerviosismo y enfado social— que esto produce, parece no existir un medicamento que nos devuelva la fe en el futuro, la esperanza en días mejores y la convicción de que el país retomará la utópica senda del progreso.

Algunas veces el fútbol adopta la forma de esa pócima mágica que nos devuelve la luz y nos hace apagar los candiles como en las épocas de nuestros abuelos, cuando la iluminación dependía de Mr. George Capwell y la Empresa Eléctrica, y los apagones ocurrían uno cada cinco años. En mi niñez bastaba llamar a Emelec y la luz venía en segundos. Hoy hay que salir a la calle y mirar al cielo para pedir a Dios que haga llover. Ya no vive nuestro astrónomo don Eloy Ortega, que bombardeaba las nubes para felicidad de los campesinos que veían cómo resucitaban sus sembríos.

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La selección nacional de fútbol hizo la luz en medio de las tinieblas el pasado martes, cuando venció a Colombia en Barranquilla en un partido que pudo llevarnos a un colapso nervioso, pues jugamos con diez hombres desde el minuto 34 del primer tiempo. Enner Valencia marcó un gol de antología en el único ataque nacional a la valla del buen portero Camilo Vargas. “Eficacia cien por ciento”, dirán los propagandistas histéricos de la Selección: una sola incursión en casi 100 minutos de juego y un gol que sirvió para la victoria.

El técnico argentino Sebastián Beccacece prometió, en una tournée por todos los medios de comunicación, que su equipo iba a ser protagonista en Barranquilla. Desde el tan publicitado Gustavo Alfaro (rey de las metáforas cursis), pasando por el español Félix Sánchez Bas, hasta llegar al actual entrenador de nuestra selección, la credibilidad en los discursos diarios ha descendido mucho. Lo mismo dijo Alfaro antes del encuentro con Senegal en Qatar 2022 y lo que vimos fue un equipo entregado, sin rebeldía, sin intenciones de llegar al arco rival, pese a que nos bastaba un empate para pasar la fase de grupos.

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Hasta el momento de la expulsión de Piero Hincapié, Ecuador era el dueño del partido frente a una selección colombiana desarticulada, confundida, desorientada. No era Colombia la formación estructurada, elegante, metódica que funcionaba como una máquina de relojería suiza y que vimos en la última Copa América, en la que fue la mejor selección, pese a caer ante Argentina. Defensivamente nuestra “Tri” se movía con la eficiencia que le ha dado prestigio, a tal punto que solo ha recibido cuatro goles en lo que va de la eliminatoria. La fase de transición ofensiva siguió siendo un déficit funcional porque carecemos de un jugador inteligente, hábil, de pases filtrados que desconciertan al adversario. La falta de ese jugador elimina la sorpresa y permite que el rival retroceda y se ordene con prontitud. Tampoco la recuperación es eficiente, porque únicamente se interrumpe el juego, pero no sale de allí la habilitación al enganche, porque simplemente no existe. En la ofensiva, el rescate de Gonzalo Plata es valioso porque es hoy más un jugador de equipo que un driblador individualista, pero seguimos sin tener juego en las bandas y confiamos nuestro anhelo de victorias en lo que pueda hacer Enner Valencia. Eso fue todo hasta el minuto 34. Con un hombre menos, Beccacece ordenó amontonarse junto al arco de Galíndez y pegarle al balón “de punta y para arriba”, como dicen los argentinos. El arquero nacionalizado ecuatoriano tuvo una actuación excepcional.

En los muchos años de ver fútbol puedo recordar dos actuaciones formidables como la de Galíndez ante Colombia. En 1954 Alfredo Bonnard (el mejor arquero nacional que vi en mis 72 años de espectador y periodista) reforzó a Barcelona ante Libertad de Paraguay. No menos de una docena de veces voló para sacar tiros que iban a los ángulos o se barrió para anular los mano a mano, dos de ellos solo frente al entonces joven Glubis Ochipinti. “La actuación de Bonnard alcanzó las dimensiones de un inmortal del fútbol”, dijo el prestigioso periodista Ralph del Campo en una columna de El Telégrafo. Bonnard, fallecido hace poco, venía de ser el mejor arquero del Sudamericano (Copa América) de 1953 en Lima y de no aceptar, después de ese torneo, una transferencia al fútbol francés. Yo estuve en ese partido; no me lo contaron.

En 1976, de vuelta del Sudamericano de Natación en Punta del Este (Uruguay), estando en Buenos Aires, decidimos con Roberto Arce (+) y Darío Pesantes (+) ir al estadio Monumental de Núñez a ver un partido entre River Plate y Vélez Sarsfield. River contaba con un plantel formidable en el que brillaban Daniel Passarella, Roberto Perfumo, J. J. López, Norberto Beto Alonso, Oscar Pinino Más y Ubaldo Matildo Fillol, de cuyas excepcionales condiciones sabía a través de la revista El Gráfico. Aquella inolvidable noche Fillol mostró sus excepcionales condiciones que lo llevarían a ser, dos años después, campeón del mundo y a merecer el título de mejor arquero de la historia del fútbol argentino, concedido por viejos periodistas que vieron a Miguel A. Rugilo, Julio Cozzi y Amadeo Carrizo. Un delantero de Vélez, de apellido Rosselli, llegó cinco veces solo a fusilar al Pato Fillol provocando voladas y atajadas increíbles.

Colombia no es la selección de la Copa América. Ha sufrido un bajón notorio como lo demostró frente a Bolivia, Uruguay y Ecuador. La que parecía una formación completa, armónica, elegante, luce rota hoy. Muñoz, Sánchez, Lucumí y Mojica han descendido en su nivel. El mejor número 5 del continente, Richard Ríos, está hoy más perdido que Hansel y Gretel. Ausente Jefferson Lerma, volante del Crystal Palace; su reemplazo, Portilla, no dio la talla. La estrella colombiana James Rodríguez pasa por un mal momento. Luis Díaz no es el mismo del Liverpool inglés. Y su centroatacante, John Córdoba, erró goles imposibles. A esto se agrega la turbación de su conductor, el técnico Néstor Lorenzo, cuyo rostro angustiado presagiaba un ataque de nervios, con decisiones incomprensibles: dos conductores, Quinteros y Rodríguez, en una misma línea, y dos referentes de área, Córdoba y Durán, encimándose.

El triunfo en el fútbol obró como un sedante social en un país atosigado por calamidades de las que no se ve cerca una solución. Como escribió alguna vez Daniel Samper Pizano: “¿Hay emoción más intensa, más linda, más deleitable que la del gol? El hecho físico es absolutamente inocuo: una pelota de cuero cruza una línea por un punto indicado. Ese es todo. Pero tal vez sea el hecho más sencillo que produce la emoción más compleja (…). El fútbol es la única manifestación de belleza al alcance del habitante gris de la ciudad; su única oportunidad de gritar; de desgañitarse, de ser él, de reír, de llorar; la única ocasión de quitarse la camisa de fuerza de la despersonalización, frustración y anonimato que la urbe le ha impuesto, así sea por el limitado tiempo de noventa minutos”. (O)