Sucedió hace ya varios años. El hijo de un gran amigo se acerca y me interroga desde su condición de joven seguidor de Barcelona: “¿Para usted Damián Díaz es o no un crack?”. Esta fue mi respuesta: “No, es un jugador normal con algunas virtudes. Yo he visto cracks de verdad en muchas décadas de ver fútbol y Díaz no está entre ellos”. El gesto denotó que no le agrado mi respuesta. La adjetivación del argentino como un jugador fuera de serie obedecía a los pocos años de mi interlocutor de ver fútbol y a la campaña de fabricación de un ‘ídolo’ por ‘periodistas’ improvisados u otros no tan jóvenes, pero avezados en trampas, engaños y obsecuencias.
El uso y predominio de las redes sociales les facilitaba la manipulación. Estas formas modernas de comunicación crean circuitos de retroalimentación para los consumidores que los domestican psicológicamente, los convierten poco a poco en zombis, anulando paulatinamente su libre albedrío, cambian su forma de comportarse. La mentira emotiva o posverdad entra en la mente del usuario, que acepta la impostura sin evaluación tal como una droga alucinante.
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¿Quién era Damián Díaz antes de llegar en 2011 a Barcelona? Su hoja de vida dice que fue jugador juvenil de Rosario Central y pasó en 2008 a Boca Juniors. Jamás pudo asentarse como titular y fue cedido en 2009 a Universidad Católica de Chile por un año, sin opción de compra y como parte de pago por el pase de Gary Medel a Boca. Mientras los periodistas contratados para venderlo como “el clon de Messi” inventaban historietas sobre su paso por Boca, el mismo Díaz contaba al diario El Mercurio: “En Boca nunca jugué tres partidos seguidos. Y un jugador no puede demostrar sus condiciones en tan poco tiempo. No es fácil. Estaban Juan Román Riquelme y Leandro Gracián, quienes ganaron todo y lo estaban haciendo muy bien”.
Su paso por Chile no fue todo lo brillante que insinuaban en los medios radiales de nuestro país, un ejército de sus propagandistas, al punto que los católicos no le renovaron el contrato, Boca Juniors no lo quiso de regreso y fue a recalar en Argentina en el modesto Colón de Santa Fe. Es de allí de donde lo trae Barcelona a Guayaquil en 2011.
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El 17 de agosto de 2020 Diario EL UNIVERSO publicó una noticia que dio al traste uno de los objetivos de la campaña de embustes y falsedades sobre el papel de Díaz en Boca Juniors: El ‘crack’ argentino era mencionado como uno de los peores fichajes del club bonaerense de los últimos 20 años. No fue un invento; el dato lo hizo público el rotativo Olé, de Buenos Aires. En 2013 fue vendido a Al-Wahda de Emiratos Árabes y sin haber tenido trascendencia alguna en ese país regresó a Barcelona en 2016, reexportado por José Francisco Cevallos.
Nunca se supo cuánto pagó Barcelona por traerlo, pero años después una auditoría externa pagada por expresidentes del club para saber el monto del monumental pasivo de Barcelona reveló que Díaz ganaba más de $ 74.000 mensuales, quince veces más que el presidente de la República, 18 veces más que un ministro de Estado, 21 veces más que el jefe de cirugía de un hospital público de alta complejidad y 72 veces más que un profesor titulado. Barcelona, bajo el mandato de Cevallos y Carlos Alfaro Moreno, impuso una política de derroche suntuoso con sueldos propios de un rico club europeo, entre ellos los de Díaz y Jonathan Álvez.
En mi primer “Reloj de arena”, del 6 de julio de 2013, reproduje un comentario del exfutbolista, entrenador y periodista Patricio Hernández. Señalaba este que para contratar a un jugador “lo primero que hay que valorar es su calidad humana. Es decir, sus valores espirituales, su capacidad de ser amigo y compañero, su habilidad para jugar en equipo. No sirve aquel que busca brillar él solo, que no acude en auxilio de sus compañeros en situaciones comprometidas”. Otro valor decisivo para elegir a un jugador, decía Hernández, es su profesionalismo, el nivel de respeto por su actividad, la dedicación a las prácticas, el cuidado personal para estar siempre en óptimas condiciones físicas, el rechazo a la francachela y la vida disipada. También el concepto que el futbolista tenga del esfuerzo, del sudar la camiseta hasta la última gota, de la entrega sin reservas a la causa del equipo, sin pausas, sin lagunas en los 90 minutos como muestra de solidaridad con los otros miembros del equipo.
“Finalmente hay que tener en cuenta el talento”, dijo Hernández, y concluyó con estas palabras: “Si un jugador talentoso, inteligente, no tiene las cualidades que he citado, a mí no me sirve. Otros técnicos pueden tener un criterio diferente y yo los respeto, pero este es mi modo de pensar”.
¿Se analizó esto cuando se contrató a Díaz y se le asignó un sueldo millonario? Jamás; el argentino fue siempre un sujeto díscolo, esquivo, poco comunicativo, indisciplinado, insolidario, grotesco en sus actitudes en la cancha ante compañeros y rivales, de conducta burdelera frente a los árbitros y al público, simulador de lesiones, provocador e irresponsable, pues se hacía expulsar para vacacionar gratis.
Poco después de uno de sus desplantes, de insultar gravemente a un árbitro y de escupir a un rival, el entonces presidente Rafael Correa le concedió la “nacionalidad de honor” por haber prestado “servicios relevantes al país”.
Había que complacer a José Cevallos, quien aspiraba a ser candidato a alcalde de Guayaquil y a los “cheerleaders” del argentino que querían llevarlo a la selección nacional.
Más tarde empezó a instalarse la publicidad que adjudicaba a Díaz el “título de mejor 10 de la historia de Barcelona”. Un propagandista histérico, disfrazado de periodista, recorrió todos los medios escritos, radiales y televisados mintiendo sobre las “virtudes” del argentino y descalificando a todos los jugadores que sus contradictores mencionaban.
Mi columna del 2 de febrero de 2020 descalificó esa patraña. No podía caer en esa red viciosa alguien como este columnista que vio a José Pelusa Vargas, el genio del Quinteto de Oro que llevó a Barcelona a la idolatría, y a Jorge Bolaños, el artífice creativo de Los Cinco Reyes Magos. Tenía que salir al frente de esa farsa quien, como en mi caso, disfrutó a Moacyr Pinto, campeón mundial con Brasil en 1958, y a Marcelo Trobbiani, campeón mundial con Argentina en 1986. Me tocó llenarme de fútbol con Víctor Ephanor y con Rubén Darío Insúa.
Muchos de los publicistas, inocentes o rentados, de Díaz saben hoy que este “compatriota” no tenía las virtudes técnicas y morales para ser considerado un ídolo como lo fueron Sigifredo Chuchuca o Luciano Macías. Tampoco amaba los colores oro y grana como se mintió siempre. Era un ídolo de barro fabricado en las redes sociales para alimento de incautos. Para convertirlo en ídolo no dudaron en negar la historia, pero, como dijo el maestro español José Ortega y Gasset, toda realidad ignorada conlleva una venganza: el tener que tragarse las mentiras. (O)