Hasta la semifinal del Mundial 54, un pequeño país de poco más de un millón y medio de habitantes permanecía futbolísticamente invicto en el mundo. Era Uruguay. Se había coronado sin caídas en los Juegos Olímpicos de París (1924) y Ámsterdam (1928), juegos que equivalían entonces al torneo universal. Luego fue campeón sin derrotas en el primer Mundial, 1930. No volvió a participar hasta 1950, en que otra vez ganó el título sin perder ningún partido. Y en Suiza mantenía su increíble marcha victoriosa. En semifinal le tocó la máquina húngara de Puskas, Kocsis, Czibor, Bozsik, Hidegkuti... Los Magiares Mágicos ganaban 2-0. Parecía sellado y embalado, sin embargo, un cambio cambió las cosas: entró Juan Eduardo Hohberg, argentino nacionalizado uruguayo, y marcó dos goles, el segundo cuando expiraba el juego. Hazaña celeste, emoción sin límites. En ese instante, el célebre narrador Carlos Solé, en medio de gritos de euforia en la cabina, acuñó una frase para la historia: