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Bobby, el hijo de Cissie

“Soy muy afortunado, me llevan gratis a ver todos los partidos del United”, dijo unos años atrás. Ya no podrá ser. A los 86 años falleció Bobby Charlton.

Sir Bobby Charlton, leyenda del fútbol inglés. Foto: EFE

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Un siglo antes de que el fútbol femenino cobrara la fuerza actual, en 1912, nació en Inglaterra una niña a la que bien podría llamarse, por más de un motivo, la primera dama del fútbol: Elizabeth Ellen Milburn, conocida familiarmente como Cissie. Ella es el eslabón que encadenó a la familia más futbolera y célebre de la historia de este juego. Vio la luz en Ashington, un pequeño pueblo minero del norte, casi pegado a la frontera con Escocia. Tanner Milburn fue un arquero muy conocido en esas comarcas, tuvo cinco hijos: Jack, George, Cissie, Jim y Stan. Los cuatro varones siguieron sus pasos y tuvieron largos recorridos como profesionales de la pelota: Jack, George y Jim en el que sería el club familiar, Leeds United. Stan en el Chesterfield y luego en el Leicester.

Pero, curiosamente, quien más pasión sentía por la número cinco era Elizabeth. Lejos de las muñecas, jugaba a las bolitas, se mezclaba en los picados con sus hermanos y era, cuentan las biografías, la más traviesa y escurridiza. Gambeteaba tan bien como los varones, saltaba a cabecear y soñaba con hacer goles. “Mil veces maldije haber nacido mujer, pues de lo contrario habría jugado profesionalmente”, confesó sonriente, una mujer locuaz, enérgica y extrovertida. En esos partiditos participaba también el primo de ellos, Jackie Milburn, apodado Wor, quien sería la máxima estrella familiar durante décadas: Jackie Wor, un centrodelantero grandote y bravucón, se convertiría en un célebre goleador del Newcastle y de la selección inglesa. Dos estatuas lo perpetúan, una próxima a St. James’ Park, estadio de las Urracas, y otra en la avenida Station, calle principal de Ashington, pues Jackie era el héroe del pueblo.

Cissie sorprendió a todo el clan Milburn al ponerse de novia con un muchacho minero que no sentía la menor atracción por el fútbol: Robert Charlton. “¿Qué le ha visto…?”, se preguntaban en la casa. Robert gustaba del box y la lucha libre. Vivían en una humildad espartana y, a poco de casarse, tuvieron dos niños que al abrir los ojos ya respiraban el olor a cuero y a linimento de los botines y las medias de sus tíos: el mayor, Jackie, y el menor, Bobby. Los Charlton que el 30 de julio de 1966 levantaron la corona de campeones del mundo con Inglaterra y llevaron a la dinastía familiar al plano universal. Hay una foto célebre de Cissie, siempre radiante, mostrando un cuadro de la sala de su casa en el que se ve a sus dos hijos con la casaca inglesa, antes de un juego del Mundial 66. Eran su orgullo y también la obra de su tenacidad y su pasión.

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Cissie contaba a los periodistas que frecuentemente la visitaban para hacer notas de su fantástica historia ligada con este deporte, que, de bebés, ella asistía a los partidos en Ashington y los dejaba en el cochecito, detrás del vestuario. Cuando se escuchaba el rugido de los hinchas tras un gol, los pequeños se sobresaltaban pegando un salto. Luego, cuando ya tenían 11 y 10 años, les daba unas monedas para el bus y un refrigerio y ellos iban solos a Newcastle (a 24 kilómetros) cada dos semanas a ver los partidos del tío Jackie. “Eso era lo máximo”, recuerda Bobby. “Intentábamos ponernos lo más cerca del campo para ver a nuestro tío, que era el ídolo de los hinchas”.

El mayor de los chicos Charlton, jovial como su madre, bromista a más no poder, se vino un gigantón (medía 1,91 al llegar a Primera División; le apodaron Jirafa), pintaba para zaguero y cumplió con el mandato de la parentela: fichó en el Leeds, del que sería una leyenda. El jugador con más partidos en el club -773- y 19 años como figura estelar en la época de gloria de los blancos, con los que ganó casi todos los trofeos posibles. Debutó a los 17 y se retiró a los 36, no se calzó otra camiseta. Luego sería amado en el fútbol irlandés como entrenador, al llevar a la selección verde por primera vez a una Eurocopa (1988) y dos mundiales (1990 y 1994) con gran suceso. Jackie representó la firmeza, el temple de su gente y fue galardonado con la Orden del Imperio Británico.

Sin embargo, había una octava perla en el collar de los Milburn-Charlton, esos mineros del norte, la cual entraría en la leyenda de los rectángulos: Robert, un chico tan excepcionalmente tímido y retraído que pensaron que le faltaba alguna tuerca. Nunca hablaba. Pero escuchaba a sus tíos, primos, abuelo, y ya venía con el gen futbolero. Bobby tenía apenas 10 años cuando empezó a deslumbrar a los profesores en tanto integraba el equipo de la escuela. A partir de allí se corrió la voz de que el benjamín de los Milburn-Charlton jugaba mucho. Antes no era como ahora, que se capta a los jóvenes talentos a los 8 o 9 años; se los dejaba pastorear más, disponían de libre albedrío y desarrollaban sus aptitudes de manera silvestre.

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Un señor Hemingway, que lo veía jugar a nivel escolar, escribió a Matt Busby, el famoso mánager del Manchester United, diciendo que había un muchachito en el condado de Northumberland que “deleitaba con su juego”. A Busby le pareció serio; envió un ojeador a verlo, Joe Armstrong, y aunque ese día Bobby no descolló como le era habitual, Armstrong quedó satisfecho. Habló con Cissie y fue al punto: “No quiero hacerle la rosca, señora, pero su hijo jugará en la selección inglesa antes de los veintiún años”. Sin embargo, no era el único con el dato, un aluvión de emisarios se allegó a la casa de los Charlton para reclutarlo. Papá Bob estaba siempre en la mina, y de fútbol había que hablar con la madre. Como le habían dicho que Bobby era bueno, pero un tanto lento, ella se encargó personalmente de entrenarlo. “Me lo llevaba al parque y le ordenaba carreras rápidas de veinte y treinta metros, una y otra vez. No sé si sirvió de algo, pero consiguió la gorra de la selección inglesa”, contaba la decidida mamá. Jackie sí había salido a ella; en cambio, a Bobby había que empujarlo.

Armstrong iba a verlo en todos los partidos escolares para acercarse a la familia y convencerla, pero las autoridades educativas eran remisas a dejar entrar a ojeadores, alertas porque muchos de ellos buscaban hacer negocios con los chicos más destacados (ya en 1953). Cuando querían impedirle la entrada decía: “Soy su tío, el tío Joe”. Y para mostrar mayor credibilidad se hacía acompañar por su esposa, “la tía Sally”. No obstante su estrategia, no le fue fácil: “Venían los ojeadores todos los días, a veces había uno en la sala y otro en la cocina -evocó Cissie-. Dieciocho clubes querían a Bobby y me prometían hasta la luna. Un delegado me ofreció 800 libras, otro decía tener 550 libras en el maletín”. Un dineral en aquel tiempo. Sin embargo, la insistencia de Armstrong tuvo premio, lo llevó a Manchester y lo alojó en la pensión del club. Tenía 15 años. Según la ley, no podía firmar contrato hasta los 17, por lo que debía trabajar. El club le consiguió un empleo en una obra en construcción cerca del estadio. Al cumplir los 17 debutó en Primera marcando dos goles y a partir de allí fue lo que fue: sir Bobby Charlton, el más grande futbolista inglés de todos los tiempos. Tenía 11 años cuando lo vi por primera vez y me deslumbró ese zurdo semicalvo que se deslizaba como en patines.

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“Soy muy afortunado, me llevan gratis a ver todos los partidos del United”, dijo unos años atrás. Ya no podrá ser. Ayer, a los 86 años, falleció Bobby Charlton. Inglaterra le rendirá el tributo debido. (O)


(*) Esta columna fue escrita en 2020 en homenaje a Elizabeth Ellen Milburn, acaso la mujer más influyente en los anales del fútbol. La muerte de su hijo Bobby la exhumó.

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