Una pisada deliciosa que hace pasar de largo a un rival, una bicicleta como aquellas del Lobo Fischer para dejar atrás a un contrario, gambetas, amagues varios (siempre uno antes de pasar la pelota, para frenar al defensa y elegir mejor el destino), goles, toques, paredes… Circuló estos días en Twitter un breve video de fines de los años ‘50 con jugadas de Alfredo Di Stéfano frente al Stade Reims. Apenas un minuto y veinticuatro segundos que muestran una ínfima parte del vasto repertorio del primer genio del fútbol mundial. La Saeta Rubia tenía ya treinta y largos, se le notaba en su pronunciada calvicie, pero aún mantenía la altivez y la fiereza de su liderazgo. Era virtualmente el dueño del juego, todo pasaba por él. Llevaba el 9 en la espalda y lo era a la hora de estar en el área y convertir, pero bajaba (como Messi) hasta la media cancha, incluso más, arrancaba por derecha, por izquierda. Aunque parezca insólito, era centrocampista y centrodelantero al mismo tiempo. Y sus compañeros debían pasarle religiosamente la bola o les ladraba.