París era una de las pocas grandes capitales del mundo sin un estadio de fútbol que hiciera honor a su magnificencia. La organización del Mundial 98 fue la excusa para edificar el majestuoso Stade de France. Allí, el 12 de julio, en el suburbio de Saint Denis, 80.000 aficionados pusieron marco a la mayor demostración de fútbol champán. Francia aplastó a Brasil en la final 3 a 0 y abrazó por primera vez la gloria de esa copa ingeniada por uno de sus hijos ilustres, Jules Rimet. Era un medio que, a partir de Michel Platini y una generación brillante, había empezado a dar pruebas de excelencia en Argentina 78, a procrear brillantes futbolistas y en “su” Copa de 1998 finalmente coronó. Fue la Francia multicultural, compuesta por jugadores de las más diversas procedencias y orígenes. Zidane, hijo de argelinos; Thuram, de la isla de Guadalupe; Djorkaeff y Boghossian, con ancestros armenios; Trezeguet, argentino de crianza y futbolísticamente; Desailly, nacido en Ghana; Karembeu, en Nueva Caledonia; Vieira, en Senegal… Todo ese combo floreció en un producto fantásticamente ensamblado por Aimé Jacquet, al que la prensa francesa, siempre tan sabihonda, maltrató con obstinación, pero este les sirvió en bandeja el campeonato y se retiró para siempre. Cuando un equipo entra al campo a disputar una final con tal grado de determinación y confianza, la más gruesa porción de mérito corresponde al comandante, no a los soldados.