Vimos a Maradona enfermo y débil, sentado en una silla, hace unos pocos días. Estaba en el fin de sus días, pero su consumida figura aparecía en el lugar debido, en un campo de fútbol, el escenario de sus hazañas, por las que será recordado como un genio para la eternidad. Había mucho de despedida en esa escena conmovedora. Hablaba también de su soledad. No era el Maradona de las multitudes, de los flashes incesantes y las declaraciones polémicas, el Maradona al que nos habíamos acostumbrado durante décadas. El momento señalaba un momento de máxima dignidad, la de un hombre que se enfrentaba a la muerte. Y aunque las imágenes invitaban a la tristeza, allí emergía una potente solemnidad, la que merecía antes de pasar la última página de su vida.