Jamás olvidaré que para conseguir una matrícula en el histórico Colegio Nacional Vicente Rocafuerte –y me remonto en las décadas del 40 hasta finales del siglo XX–, el padre de familia tenía que pasar varios días haciendo largas filas con temperatura altas, lluvias y en ocasiones asustantes relámpagos y truenos. Pero no disminuía el interés de que su hijo tenga la felicidad de cursar sus estudios en un verdadero templo de la educación. Mi padre vivió esos trances cuando me matriculó en 1961 en segundo curso. Una vez ingresado al plantel me sentía el adolescente más feliz de la vida, y una vez graduado pasé a ser inspector y profesor en la asignatura de Educación Física. Qué gran honor para la familia y para el barrio.