Jordi Cruyff respira. Se ha quitado un peso de encima. Ya no tendrá que ir a Ecuador. Ni para romper su contrato se avino a presentarse y dar la cara, como corresponde. Su abogado lo arreglará. También se liberó de tener que afrontar un entrenamiento (ufff…) Era una mala elección y mal terminó. Tuvo cero compromiso. Sólo fotos, poses, alguna parca declaración y escasísima implicación. No le interesó empatizar con el medio. Nunca quiso estar en el país que lo contrató. Siete meses tirados al canasto cuando lo único que no le sobraba a la Federación Ecuatoriana era tiempo para conformar su selección nacional. Utilizó la pandemia para ampliar más el distanciamiento y justificarlo. Se fue sin dirigir una sola práctica, sin dar a conocer el menor aspecto de su trabajo. Deberán ser los jugadores, individualmente, quienes cuenten si al menos habló con alguno por teléfono. Ni siquiera tuvo que indemnizar a su empleadora por el plantón, al contrario, cobró. Era una relación fantasmal y ahora se le cayó la sábana. Fue un final anunciado el mismo día que lo presentaron. La Federación contrató un apellido, no un técnico. Jordi Cruyff se mostró en todo momento como un hombre sin el menor entusiasmo, distante, de gesto adusto, como si fuera un oráculo, totalmente alejado del lugar al que iba para generar una revolución.