Distrito Federal, al sur. La fecha no la olvido jamás: 4 de octubre de 1992. Experimenté una sensación de encantamiento, de asombro, al pasar el primer torniquete. Estaba maravillado y aturdido por el impactante golpe de vista porque, a medida que me acercaba, la descomunal mole de cemento se agigantaba. Y también feliz como un niño al que se le hace realidad un sueño futbolero. Un mediodía, alumbrado por un sol canicular, entré por primera vez al colosal estadio Azteca y ese recuerdo todavía me pone la piel de gallina. Me regocija.