Luis Chiriboga Acosta y su hijo José Luis eran socios en el negocio del fútbol. El primero era el propietario absoluto del balompié nacional, como presidente de la FEF, y el otro era representante de jugadores. Para la inmensa mayoría de los aficionados nacionales, esta dualidad era sospechosa y chocaba con la ética, esa palabra desconocida en algunos negocios futboleros. En la máxima entidad del balompié ecuatoriano nadie sabía nada, una inocencia en la que nadie creía ni cree hoy.