La novela Malabares en su tinta (Quito, Eskeletra, 2012) de Iván Égüez es una de las realizaciones literarias contemporáneas más importantes en toda la lengua española. A lo largo de 350 páginas se introducen varias voces que entregan su visión de los hechos narrados; sin embargo, la sensación del lector es que ese conjunto de hablantes podría ser el resultado de una sola voz creadora, llamada “mi Señor” por uno de los narradores. La potencia de la ficción es tan bien manejada que nos hace creer que en la pluralidad existe un uno y que en ese uno se expresa una comunidad. A fin de cuentas, siempre hay muchos yoes en una sola persona.

Lo primero que salta a la vista, incluso antes de enterarnos qué mismo va contando Malabares en su tinta, es el gusto deleitoso y siempre renovado de Égüez por la palabra literaria, pues se plasma un entusiasmo convencido de la validez y la efectividad de la experimentación verbal, una apuesta por el juego lingüístico, por las asociaciones de palabras, por resaltar el significante de los vocablos. Maestro de la lengua, Égüez juega con la expresión: “María Callas cantando –debería decirse Callas callando–”, “psicosis o cosas asip”, “rindo a mis pies mi Tahuantinmío para que lo acoja su Tahuantinsuyo”, el pachakutic es “puchakutic”.

La literatura, más que un mecanismo para trasladar información seca, es una rica textualidad que pone en crisis el significado del lenguaje. Esta novela consigue crear una nueva sensación de realidad y logra, incesantemente y sin concesiones, poner a prueba el paradigma fundamental de la experiencia artístico-literaria, que es mostrar no solamente la desnudez del mundo sino de las palabras que se colocan una tras de otra para nombrarlo. La resonancia significativa de este relato puede ser comparada, en lengua castellana, con Tres tristes tigres; en lengua portuguesa con Grande sertão: veredas; y en inglés con el mismísimo Ulysses.

Los personajes se entrometen en los parlamentos de los otros, intervienen, subrayan, manifiestan sus desacuerdos, lo que genera una sensación de que la verdad no proviene, bajo ninguna circunstancia, de un solo polo sino que es producto del cruce de perspectivas y de memoria de muchos actores y participantes. La literatura, en medio del ambiente social en que vivimos, es una forma adecuada para quebrar la creencia por la cual alguien puede erigirse como dueño de la verdad. En esta línea, la novela es política porque provee a sus lectores de instrumentos imaginarios para entender críticamente el entorno en que cada uno vive, en soledad y en colectividad.

Tanto domina la lengua el autor que él es capaz de ir produciendo en el tejido de las historias una suerte de propio diccionario interior. Las palabras no son lo que está en los volúmenes académicos, sino lo que advienen en asociaciones que son efecto de la creatividad y el talento: el escribir “Será como rezar por escrito”; el párkinson “es la tartamudez de los dedos”; sobre el matrimonio: “Es que como todo estado de derecho, perdón, de sitio, el matrimonio es un estado de derecha”; “bailar es pensar con el cuerpo”... Una vez más, la escritura literaria de Iván Égüez transforma radicalmente a su público lector.