En mi adolescencia, Corín Tellado me acostumbró a llamar “utilitario” al vehículo de mis sueños. A los 19 años, para contribuir con mi vida universitaria, mi padre me regaló mi primer carro, y por eso supe lo que era la libertad y la exploración por una Guayaquil mucho más pequeña y segura que la de hoy. Desde entonces a nuestros días, el automotor se ha convertido en un artilugio mucho más asequible, que nos facilita la vida individual y nos caotiza como comunidad.

Costaría responder a la pregunta sobre qué artefacto nos resulta indispensable. Unos dirán la refrigeradora, otros el teléfono celular, el computador y hasta el reloj pulsera. Estoy segura de que gran cantidad de personas, entre ellas yo, contestará el automóvil. La sola posibilidad de los desplazamientos a voluntad, la de la cita a cualquier hora y con puntualidad, fortalecía la eficiencia profesional, le sacaba más provecho a las horas del día. Cuando la salida era de entretenimiento, el hecho de recoger a los amigos, de hacer de un trayecto parte del ameno intercambio (son motivo de evocación mis recorridos con mi panda universitaria), formaban parte del auténtico placer de convivir. He sido conductora cuidadosa y feliz durante décadas. Mis accidentes han sido nimios y el único serio fue ocasionado por un hombre que se pasó un pare y hasta trató de culparme a mí. El vigilante que se hizo presente, de un vistazo dirimió: “Si de mí fuera, impediría que las mujeres manejaran”.

Pero se malogró el tránsito en Guayaquil. ¿Todo ha sido producto del crecimiento poblacional? Eso sería simplificar el problema. Poco a poco los conductores se fueron haciendo más agresivos y se fue desatando una competencia de velocidad por las calles. Cierto equivocado urbanismo sembró de redes inadecuadas para la circulación barrios enteros; un inveterado desorden lleva a los choferes de todo tipo a infringir las reglas de tránsito. Llevo años observando el comportamiento de los elementos de la CTE y siempre me ha llamado la atención su desigual entrega a su trabajo: a veces, indolentes; en otras ocasiones, malencarados perseguidores.

Lo cierto es que manejar un carro particular es el vía crucis de cada día. En mucho ha perdido su carácter de privilegio –cosa que estaría bien si no redundara en un enorme problema social–, porque la oferta comercial lo ha puesto en manos de jóvenes de escasos ingresos y que hacen suertes para dedicarle al pago mensual. En una de las universidades en que laboro, el problema del estacionamiento tiene tal magnitud que los participantes llegan tarde a sus clases porque dilapidan buen tiempo en peregrinar por un espacio y la hora de la salida es una tortura, enfilados en kilómetros y haciendo esguinces para no tropezar con los bultos detenidos a los costados de las vías.

Mantener un vehículo cuesta dinero. Si hacemos la lista de los gastos en lo que tiene que ver con seguridad, por ejemplo, que va desde el SOAT, pasando por el seguro contra accidentes, el dispositivo de rastreo y llegamos hasta los protectores de vidrios y el ajuste de cada tuerca que podría ser robada, da como resultado una buena cantidad que tendría otro fin si viviéramos en otra clase de sociedad.

¡Y resulta que ahora un precandidato nos dice que cada ciudadano puede ser propietario de carro con su gobierno! ¡Acabáramos!