Una reciente encuesta –con toda seguridad descalificada por el gobierno venezolano– ubica al candidato presidencial Henrique Capriles con una intención de voto del 45,5%, mientras que la de Hugo Chávez se sitúa en el 50,7%. A cuatro meses de las elecciones, la diferencia no garantiza la victoria para ninguno de los candidatos, siendo más bien la salud de Chávez (acaba de hablar por 4 horas, pero ¿en qué estado real llegará al mes de octubre?) la que posiblemente influirá de manera final en la decisión del electorado venezolano.

Debe destacarse que la candidatura de Capriles se origina en un proceso de elecciones primarias, que permitió a las fuerzas opositoras venezolanas elegir mediante el voto popular y universal a un candidato único que pueda oponerse a las intenciones de reelección de Chávez. Esas elecciones primarias son a su vez el producto de un ejercicio de conciencia por parte de los adversarios de Chávez, quienes advirtieron una cuestión elemental en términos de política electoral: mientras se mantenga dividida la oposición, más cómodo resultará el triunfo del gobernante; con esa premisa instalaron la llamada mesa unitaria de la oposición (llamada posteriormente Mesa de la Unidad) con el propósito de participar de forma conjunta en las elecciones más allá de las diferencias ideológicas o partidistas, lo cual demanda una dosis importante de desprendimiento así como de aceptación del momento político.

Lo importante es que en el caso venezolano, las elecciones primarias permitieron un candidato de unidad por parte de los partidos adversarios al régimen chavista; señalo esto ya que no siempre las primarias consiguen el efecto señalado, es decir, la unión de las fuerzas opositoras al oficialismo. Un ejemplo reciente se dio el año pasado en Argentina cuando se celebraron elecciones primarias en las cuales los argentinos eligieron a los precandidatos de cada partido; al no existir entendimiento en la oposición, se presentaron candidatos de varios partidos opositores a la contienda electoral final, circunstancia que permitió –entre otras– que la presidenta Kirchner obtenga más del 54% de los votos mientras que los otros aspirantes rondaron entre el 16 y el 5%, poniendo en evidencia la incapacidad de la oposición política en Argentina de presentar un candidato de consenso.

Los ejemplos son útiles y esclarecedores, demostrando que resulta extremadamente difícil derrotar a presidentes-candidatos con sostenido respaldo popular tales como Hugo Chávez, Cristina Kirchner o en el caso nuestro, Rafael Correa, si es que no se respalda un candidato de unidad por parte de la oposición (lo cual tampoco asegura una victoria). La lectura de tal comportamiento electoral termina siendo demasiado elemental como para que las fuerzas políticas interesadas en llegar al poder no la asuman e interpreten de forma adecuada. Sin embargo dada la cultura política de nuestro país difícilmente tendremos ese candidato opositor de consenso, lo cual facilitará en gran medida la reelección de Rafael Correa probablemente en la primera vuelta electoral. Las lecciones se aprenden, en ocasiones, demasiado tarde.