Tengo que decirle gracias a tanta gente que la lista excedería largamente este breve espacio; pero hay algunos a los que no puedo dejar de mencionar. Que me perdonen el resto.
Gracias al maestro Byron López, que asumió mi defensa cuando casi todos creían que acabaría irremediablemente en la cárcel. No dudó ni puso condiciones. Le bastó con leer la demanda en mi contra para adoptar esta pelea como suya. Nunca olvidaré sus brillantes intervenciones, auténticas clases de Derecho que deberían ser reproducidas por alguna universidad.
A Jorge Alvear, que me venía asesorando como amigo y abogado en otras luchas jurídicas en defensa de la libertad de expresión que no han tenido tanta difusión como esta. Le dedicó tanta inteligencia y tantas horas al análisis jurídico que a veces me parecía que el acusado era él y no yo.
A León Roldós, que volcó todo su talento, prestigio y voluntad a mi causa, a pesar de las discrepancias políticas que ocasionalmente nos han separado. Demostró que él sí asume como norma de vida la frase de Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que opinas, pero daría mi vida por defender tu derecho a decirlo”. No conozco muchos políticos con la misma convicción.
A Carlos Vera, de todos los políticos de oposición activos el que más hizo por respaldarme de manera práctica, acudiendo en persona cada vez que se lo pedía y llamando a la gente a las calles.
A Jorge Ortiz, que removió todos los obstáculos para nunca dejar de invitarme a su programa, aun sabiendo el daño que eso le causaba.
A los directivos de EL UNIVERSO, Carlos y César Pérez Barriga y Nicolás Pérez Lapentti, que en ningún momento dejaron de demostrarme de manera efectiva su apoyo incondicional, arriesgando así el odio del tirano.
A Karina Chamba, amiga de los ecuatorianos honestos en Washington, que me allanó el terreno en mi viaje a Estados Unidos.
A mi esposa Mindy, a mis hijos, a mi hermano Gustavo, a Luis Herrería y a todos mis familiares que estuvieron allí, en todo momento, para recordarme que no estaba solo.
A una norteamericana cuyo nombre no puedo divulgar, que sin conocerme me llamó para ofrecerme desinteresadamente su ayuda económica.
Se suele decir en estos casos que no hubo vencedores ni vencidos. No es verdad en esta ocasión, sí los hubo, pero cabe aclarar sus nombres.
Camilo Samán y su familia deben saber que él no perdió ni ganó porque ni su apellido ni su honra personal estuvieron nunca en debate. Jamás me referí a sus virtudes o defectos físicos o morales sino simplemente al papel que le ha tocado cumplir como funcionario público de un gobierno dictatorial y corrupto.
Emilio Palacio no ganó ni perdió nada tampoco porque él fue solo una anécdota en una pelea de mucha mayor trascendencia entre la democracia y la tiranía, así que deberá asumir este resultado con humildad, con mucha humildad.
El único perdedor –repito, el único– fue el dictador Rafael Correa Delgado, que ordenó que me demanden, que disfrutó cada revés jurídico mío y que, finalmente, cuando el descontento popular, la movilización indígena y la opinión pública lo pusieron contra las cuerdas, se vio obligado a dar la orden de retroceder. Demostró que no es invencible, que se lo puede derrotar, y que todas las dictaduras tarde o temprano cavan su propia tumba. Esta ya comenzó a hacerlo.