Imaginamos (preferimos no aspirarlo) el aire tóxico que impregnará cada rincón del mítico vestuario del Real Madrid, tan lleno de glamour y confort, también tan cargado de vanidad, vacío de sueños, harapiento de mística, despoblado de solidaridad y de compañerismo. Que un plantel de 600 millones de euros sea humillado 4 a 0 por la Agrupación Deportiva Alcorcón, de cuya existencia nos desayunamos el martes, cuando, perplejos, nos enteramos del catastrófico resultado, pinta un camarín así. Marcador que, traspolado al plano de un equipo respetable de Primera División, por caso un Sevilla, un Málaga, equivaldría a 14 ó 15 a 0.

Claro, no todo es trágico. Dos tercios de España se ha reído como nunca ese martes por la noche con la palizota del Alcorcón. Y reír es bueno para la salud.

Publicidad

Cuatro y con baile, dirán en los cafés. ¡Y al galáctico Madrid!, el club que “siempre debe ganar todo” (¿cómo alguien puede proclamar algo tan desafortunado, tan soberbio e irreal? Ni el Santos de Pelé podía hacerlo, y fue la maquinaria más lujosa, aceitada y contundente que el fútbol haya conocido).

El futbolista mejor pago del Alcorcón percibe 2.000 euros mensuales; sólo Cristiano Ronaldo cobra 4.000 la hora, algo que ni el mejor abogado de Nueva York soñaría.

Publicidad

El club superpoderoso, el que arrebata las estrellas a los otros, el que todo lo puede con dinero, fue echado de la Copa del Rey por un cuadrito de los más modestos de tercera, casi de orden regional.

Al día siguiente, el diario Marca (una especie de órgano partidario merengue) puso en portada una foto gigante de Manuel Pellegrini con un cartel de esos tipo autopista, y dos palabras: “¡VETE YA!”. Pellegrini es un caballero y un notable entrenador, se merece otra respuesta de los jugadores. O de última se merece los 11 millones de euros de indemnización por sus cuatro mesesitos de trabajo.

Pero éste colosal gancho a la mandíbula, que debería servir para aplacar el ego de los futbolistas, lamentablemente hace blanco en los hinchas, que reciben las cargadas. O en el entrenador, o en la dirigencia, cada uno con su porción de culpa. Los futbolistas, grandes responsables, siempre salen indemnes. Cultivan el arte de esquivar los golpes. Se llevan toda la plata, gozan de insólitas prerrogativas, ponen numerosas condiciones y la culpa eternamente es de otros.

Es nuestro fútbol contemporáneo. El de los divos multimillonarios, caprichosos e inalcanzables. Y los que no son multimillonarios al menos son caprichosos e inalcanzables. Como no es bueno generalizar, por supuesto habrá ponderables excepciones. Las hay.

En la Copa América de 2007 compartimos 21 días en el hotel de Maracaibo con la delegación de Brasil. Hicimos mil gestiones para entrevistar a Robinho. Nunca pudimos llegar a él. Ni verlo casi. Estaban en otro piso, salían por otro ascensor, se iban por una puerta secreta, estaban rodeados de una seguridad infranqueable.

En este sentido, nos quedamos mil veces con aquel fútbol de antes. Aquel de canchas poceadas, de estadios pobretones, de televisión difusa y con menos cámaras, de árbitros viejos y gordos, pero era un ambiente simple, de camaradería. Los jugadores se prestaban amablemente a la nota, al autógrafo o la foto.

Javier Quintana, treinta años secretario ejecutivo de la Federación Peruana, refería de los tiempos de Chumpitaz, de Cubillas, de Uribe, Cueto, Velásquez, la era dorada del fútbol incaico. “Uno iba al vestuario a conversar, a tomar un café, a compartir. Era una tertulia maravillosa. Ahora los jugadores no dejan entrar a nadie”.

El miércoles último se inauguró el nuevo estadio de Independiente. Fue una noche cargada de emoción y nostalgia. Hubo decenas de ex jugadores, todos con los ojos brillosos. Uno de ellos, Vicentito De la Mata, exquisito volante de los ’60 e hijo de un prócer rojo, don Vicente De la Mata, genial gambeteador, contó una anécdota maravillosa. “Mi papá amaba la vieja cancha, me hablaba siempre de lo linda que era. Decía que podía haber comprado un auto último modelo para venir a entrenar pero prefería hacerlo en el colectivo (el bus). Tomaba el 12 y se bajaba muchas cuadras antes. Para él, caminar por el barrio y llegar al estadio era algo especial. Los días de partido, cuando yo era chico, veníamos caminando. Mi mamá y yo nos quedábamos una cuadra atrás, mi viejo iba rodeado de cientos de hinchas que le cantaban “¿A dónde va la gente…? A ver a don Vicente”.

Julio Grondona aportó otro recuerdo sublime: “El fabuloso Arsenio Erico, el paraguayo de oro, bajaba del colectivo en Alsina y Mitre y caminaba las seis o siete cuadras hasta el estadio de Independiente. Me parece estar viéndolo: él iba de traje, con su bolsito, y una nube de muchachitos lo acompañaba en todo el trayecto. Él iba serio y los pibes no le hablaban ni lo importunaban, sólo lo miraban como a un dios. Todos los días igual”.

La proximidad del hincha con los ídolos era real, no virtual, la sencillez era un manto que abrigaba a todos. Los actores salían a agradar y a ganar siempre. Tiempo en que un jugador hacía un gol de penal y pedía disculpas al arquero vencido. Tiempo en que el fútbol se despegó de todos los demás deportes, tornándose el más apasionante del mundo. Gracias a aquellos futbolistas.