No es sencillo entender con exactitud la gravísima situación presentada en Honduras, especialmente cuando las opiniones se han exteriorizado fundamentalmente desde la concepción ideológica de sus autores. Así, casi de forma general, quienes están en contra de la Revolución Correísta, han aplaudido la sustitución de Zelaya, en tanto que quienes están a favor, no han dudado de considerar tal hecho como un golpe de Estado.

Sin embargo, para tener una opinión ajena de cargas ideológicas, parece oportuno citar algunos artículos de la Constitución de Honduras, que rige desde enero de 1982, cuando fue aprobada por “Diputados electos por la voluntad soberana del pueblo hondureño, reunidos en Asamblea Nacional Constituyente”.

Esta Constitución exige a todo funcionario público, al tomar posesión de su cargo, prestar la siguiente promesa: “Prometo ser fiel a la República, cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes”. Por tanto, en Honduras, el cumplimiento de la Constitución y el cumplimiento de las leyes es algo que se toma bastante en serio. También se toma en serio la alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República, es decir, la no reelección, al punto de que el artículo 4 establece que “La infracción de esta norma constituye delito de traición a la patria”. Por tanto, la reelección en Honduras está prohibida.

Así mismo, según lo ordena el artículo 374, no se puede reformar la Constitución hondureña en lo concerniente a la “forma de gobierno, al territorio nacional, al periodo presidencial, a la prohibición para ser nuevamente Presidente de la República, el ciudadano que lo haya desempeñado bajo cualquier título y el referente a quienes no pueden ser presidentes de la República por el periodo subsiguiente”. Tampoco se puede reformar el artículo 373, que establece el procedimiento de reforma de la Constitución.

Pues bien, de lo que se conoce, el presidente Zelaya quiso convocar a una consulta popular, ciertamente no vinculante, es decir, no obligatoria y sin capacidad de reformar la Constitución, para que los hondureños se pronuncien sobre la posibilidad de que el Presidente de la República, o sea él mismo, pueda ser reelegido. Como fácilmente se colige, la consulta habría generado un enorme conflicto entre el texto de la Constitución, que todos en Honduras están obligados a respetar y una eventual decisión mayoritaria del pueblo, inconforme con la prohibición constitucional.

En ese escenario caben dos consideraciones: ¿Es aceptable que una Constitución contenga prohibiciones absolutas y eternas de modificación?; y, ¿es aceptable que las reformas a esas prohibiciones absolutas surjan, directa o veladamente, por iniciativa de quienes juraron fielmente respetar esa Constitución? Yo creo que ninguna de las dos posibilidades es aceptable.

Ciertamente la Constitución de Honduras no contempla mecanismos de participación ciudadana similares a los de otras constituciones de América. Así por ejemplo, no se ha previsto el mecanismo de consulta popular o de plebiscito. Sin embargo, esa es la Constitución y sus normas deben ser respetadas hasta que se viabilicen, legal y constitucionalmente, procesos de reforma que permitan cambios profundos, si esa fuera la decisión de los hondureños. Hasta tanto, no es admisible que se viole la Constitución para reformar la Constitución. Mucho menos admisible es que otros gobernantes pretendan inmiscuirse en asuntos que únicamente conciernen a los hondureños, invadiendo esferas que, conforme a los tratados vigentes, corresponden específicamente a la OEA.