He señalado en varias ocasiones las enormes deficiencias que existen  en el interior de la Función Judicial. Salvo excepciones, corrupción, lentitud, incompetencia, etcétera. No obstante, no es menos cierto que en muchos casos estas terribles situaciones son provocadas a partir de la desidia estatal en establecer correctivos de fondo.

Es alarmante constatar la insuficiencia de juzgados para conocer y resolver los miles de juicios que se sustancian, así como la falta de equipos tecnológicos adecuados para obrar con agilidad.

Muchos jueces, me consta, dedican muchas más horas de las que legalmente debieran, a despachar los juicios. Por supuesto, existen otros que concurren apenas por horas, sin que exista ninguna autoridad que controle tal situación.

Recientemente se han dictado nuevas leyes que modifican sustancialmente los procesos judiciales. Sin embargo, no conozco que la totalidad de jueces, funcionarios judiciales y fiscales, ya hubieran sido capacitados para entender las reformas.

Tampoco conozco de alguna Universidad o Colegio de Abogados que haya dictado los suficientes cursos para que tanto abogados como estudiantes puedan entender con sapiencia el alcance de los procesos que se llevan a  cabo.

¿Se incrementó el presupuesto de la Función Judicial para el presente año, considerando la necesidad de aplicar con eficiencia las nuevas disposiciones? La respuesta es no. Por el contrario, el presupuesto decreció.

¿Se incrementó el número de jueces para el presente año? La respuesta es no. ¿Cuántos abogados han sido formados en los últimos años para que puedan obrar como jueces? La respuesta es ninguno.

Entonces, con estas profundas deficiencias, ¿cómo queremos tener una administración de Justicia ágil y diligente?

Es indudable entonces que la desidia estatal es manifiesta. Los jueces y en general los funcionarios judiciales carecen de las herramientas para obrar en debida forma. La sobrecarga de trabajo es alarmante, todo lo cual imposibilita, aun teniendo una generalidad de jueces y fiscales probos, tener un sistema judicial confiable de forma inmediata, lo que traerá como consecuencia un incremento constante de delitos, incertidumbre jurídica y en definitiva una desconfianza aún mayor en el sistema.

¿Qué hacer en este nada auspicioso escenario? Varias cosas.  Capacitar con urgencia en la aplicación de los nuevos códigos;  asignar los recursos económicos necesarios de forma inmediata; crear los juzgados y salas que hagan falta; controlar de forma permanente y sin compadrazgos la asistencia y eficiencia de los funcionarios judiciales; sancionar de manera ágil y enérgica los actos de corrupción; por supuesto, respetar la independencia judicial de manera radical, pero sobre todo, tomar el tema con seriedad y responsabilidad. ¿Quién debe hacerlo? La propia Función Judicial a través del Consejo de la Judicatura. No es aceptable que las reformas vengan desde algún Ministerio, ya que no les compete. Permitir injerencias de la Función Ejecutiva es inadmisible. Sin embargo, todo ello seguirá siendo insuficiente si no emprendemos ya en un proceso serio de formación de jueces que permita en pocos años, tres o cuatro, renovar por completo la Función Judicial.

Si no se adoptan correctivos globales y profundos, la inseguridad jurídica seguirá creciendo, la justicia seguirá viéndose como una mercancía más; la corrupción judicial seguirá aumentando, terminaremos acostumbrándonos a los linchamientos y por supuesto, sepultando de manera definitiva cualquier posibilidad de cambio.