Hay días en que el gobierno del país parecería un asunto harto sencillo: bastaría con alcanzar consensos en torno a unos cuantos grandes objetivos y, entonces, dedicar la mayor energía en la consecución de esas metas. Pero también hay días en que abruma imaginar el cúmulo de dificultades que debe surgir a la hora de conducir a una nación que se ha desarrollado sorteando las desigualdades. Gobernar, por tanto, luce como una misión imposible, y no por las cualidades de este o de aquel mandatario sino, simplemente, porque se trata de controlar el imperfecto escenario de lo humano, donde todo se encuentra determinado por la contradicción, la paradoja, la incompletud, la inconstancia y, particularmente, por la ineludible dificultad de reconocer las verdaderas intenciones de los compañeros de ruta con quienes se cogobierna.
En contra de lo que incita un lema televisivo de la Asamblea Constituyente, que ve al pasado como algo que sin más debemos dejar atrás, las lecciones de antaño sí nos previenen de la creencia vanidosa de que el verdadero bautizo del país empieza con uno (en este caso, con Acuerdo PAIS), lo que puede obnubilar a quienes han asumido la responsabilidad de llevar adelante a una nación. En la primera centuria antes de Cristo, el gobernante Publio Cornelio Escipión Emiliano proponía elementos para el debate sobre las virtudes y defectos de las formas de gobierno principales de la época –monarquía, república y aristocracia– y las aptitudes de un princeps ciuitatis, es decir, aquel líder capaz de salvar lo insalvable. El político y orador romano Marco Tulio Cicerón nos contó un sueño que tuvo el gobernante.
En el sueño que veinte años atrás había tenido Escipión, la voz del abuelo le insiste en el papel que jugará para el engrandecimiento de su comunidad: “es preciso que muestres a la patria el esplendor de tu alma, de tu inteligencia y de tu prudencia”. Dentro del sueño, Escipión incluso se abraza con su padre y su abuelo muertos, quienes lo alientan para que se comporte con rectitud. El padre interviene y le pide: “cultiva la justicia y la piedad, que, si son valiosas en lo que respecta a parientes y amigos, son indispensables en lo que concierne a la patria”. Este relato introduce uno de los tópicos fundamentales para la política democrática: para observar y evaluar un acontecimiento se requiere, a más de una perspectiva propia, de una mirada que provenga de otros espacios y experiencias. No existe, pues, política sin pluralidad.
Utilizando el ejemplo de que, desde el lugar en que se encuentran, el padre y el abuelo perciben astros y estrellas distintos a los que se observan desde la Tierra, los ancestros comentan con Escipión la pequeñez del planeta, comparado con el portentoso tamaño del universo infinito. Además, le recuerdan cómo lo efímero envuelve nuestros propósitos, pues la fama de estar en boca de otros es limitada y pronto acaba con el tiempo. “No te entregues a los propósitos del vulgo ni pongas la esperanza de tus acciones en las recompensas humanas”, le dicen, lo que exige que el buen gobierno trascienda aquello que pasa día a día a la vez que se dé real bienestar a las mayorías. Vaya difícil tarea.