Todo fue pasar por una tienda de mascotas y ver a uno de esos periquitos australianos, llamados del amor, para que mi mujer y yo resolviéramos adoptarlo y llevárnoslo a casa.
Con jaula y todo, claro.
La señorita que nos atendió nos dio unas muy precisas instrucciones sobre sus hábitos alimentarios, sus rutinas y su higiene personal, para lo cual nos vendió una serie de aditamentos necesarios con los que la jaula fue, casi imperceptiblemente, llenándose.
Entonces resolvimos que el periquito iba a necesitar más espacio porque el pobrecito, con tanta cosa adentro, no iba a tener espacio para hacer lo que, a nuestro parecer, más necesitaba: volar.
La señorita sacó otra jaula mucho más grande, hacia cuyo interior trasladó al pajarito con todos sus bártulos.
Entonces, de súbito, nos entró una pena enorme porque el pajarito, aunque iba a estar rodeado de todas las comodidades domésticas, iba a echar de menos la compañía de alguien de su misma especie con quien compartir los momentos agradables de la vida y también aquellos adversos a los que todo habitante del planeta está sujeto.
Bastó que la señorita nos mirara para que propusiera:
– ¿Y no quieren llevarse la parejita?
Adivinando nuestra respuesta, como una celestina seleccionó por sí y ante sí la más bella periquita de su perical (nos explicó que estas siempre son más pequeñas que el macho y que se las reconoce porque carecen de dos puntitos situados alrededor del pico) y la colocó dentro de la jaula, donde el periquito la recibió con incuestionables signos de alegría, acercando su piquito para besar el de ella.
– Precisamente por eso es que se los llama del amor, nos reiteró la señorita, quien nos convenció que también compráramos un nido artificial para colocarlo dentro de la jaula, porque estas aves, acostumbradas como están al cautiverio, procrean en sus ratos de ocio, que son muchos.
Colocada la jaula en el lugar de la casa que nos pareció más idóneo, vimos cómo la pareja vivía una larga luna de miel, que a mi mujer y a mí nos hizo alentar la esperanza de que, más temprano que tarde, seríamos abuelos. Además, contemplando la manera en que las aves intercambiaban ternezas con tanta asiduidad y solicitud, reavivamos la certidumbre de que en la naturaleza podemos encontrar el mejor ejemplo de una feliz convivencia entre la pareja.
Todo era así, tan tierno, tan romántico, que corría el grave riesgo de tornarse empalagoso.
Por eso, cuando fuimos testigos de la primera desavenencia conyugal, casi puedo decir que nos alegramos porque los pajaritos revelaban que, como en todo matrimonio (aun entre los mejor avenidos), alguna vez surgen discrepancias.
Lo único curioso es que, de un tiempo a esta parte, notamos que a la periquita le comenzaron a brotar dos puntitos alrededor del pico, al tiempo que su tamaño iba en aumento, hasta casi igualar al de su pareja.
Ignoramos si eso se deba a una cuestión hormonal o a que la señorita que nos lo vendió era una novata en los secretos de la ornitología y metió en la jaula la pareja equivocada.
Sin que les importe un ápice la novatada de la vendedora, los periquitos del amor se siguen amando apasionadamente aunque, de tiempo en tiempo, amanecen en los extremos opuestos de la jaula, como si el uno hubiera tenido que ir a pasar la noche en el sofá de la sala.
Y el otro en la cocina.
Eso sí, ninguno de los dos ocupa el nido que, a estas alturas del partido estamos pensando seriamente en sacarlo de la jaula, una vez que hemos perdido la esperanza de que alguno de los dos lo necesite para empollar, algo que en el código de Carreño de la ornitología ningún periquito macho debe hacer, por más devoto amor que tenga a su pareja.