Reposaba al fresco, junto a su esposa, en la maravillosa mañana montevideana, gloriosa de sol y de quietud. Su casa se asemeja a él, a su vida: situada en el elegante barrio de Punta Gorda, frente al mar, posee sin embargo una simétrica sencillez, un discreto encanto. No hay un solo detalle arquitectónico que denote elocuencia, grandiosidad o soberbia.
Su cabello corto y su sobria peinada a la gomina, esa que no se alteró ni en el momento de convertirle el gol a Brasil en el Maracaná, continúan idénticos que en las fotos de hace 50 años. Sus ropas, inmaculadamente limpias, eso sí, podrían ser las vestiduras de un pescador, de un electricista o de un panadero. “Yo era panadero hasta empezar en la primera de Peñarol”, cuenta casi con orgullo Juan Alberto Schiaffino, acompañando cada frase con una sonrisa cómplice, como diciendo “perdón por esto que dije, eh...”.
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–Y Nordhal era bombero en su pueblo de Suecia. ¡Nordhal...! Dios mío, ¡Qué fuerza bestial tenía! Yo le tiraba la pelota y él arremetía directo al arco. Los rivales rebotaban como si fueran de goma.
Se refería a Gunnar Nordhal, su compañero en el Milan, máximo cañonero de la historia del calcio con 210 tantos.
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Fuimos por el héroe, al encuentro de uno los más fabulosos intérpretes en la historia del juego, a que nos refiriera sus hazañas en los campos de fútbol y nos topamos con un asceta, un individuo que es dueño de toda la humildad de la Tierra, tanta que nos pareció que no nos dejaba ni una pequeña porción para nosotros.
–¿Una nota a mí?–, preguntó casi extrañado.
–Es que usted es muy famoso.
–¡Ufff! hay tantos famosos...
–Es que usted es muy, pero muy famoso. Usted es el que le está pegando a esta pelota (y le mostramos el momento en que convierte el célebre gol a Barbosa en la final del Mundial de 1950).
–Sí, y por suerte entró, si no no estaríamos acá... (sonrisas). Tuve suerte porque no llegué a pegarle bien y porque el marcador alcanzó a tocarme el pie. Pero entró. Si no, adiós mi plata. Esa foto la tengo junto al teléfono.
Tiene Schiaffino algo de Ulises, el legendario hijo de Laertes, esposo de Penélope y padre de Telémaco, rey de Ítaca que nos describió el inmortal Homero en La Ilíada. Lo iguala en proezas, posee su prudencia y, quienes lo disfrutaron como futbolista, resaltan su extraordinaria inteligencia, su astucia para conducir a sus compañeros hacia la victoria, el rasgo que caracterizaba al héroe de Troya. También su valor y comedida modestia.
En el recuerdo de aquel histórico Maracanazo, se excluye de la nómina de méritos.
–Yo estaba seguro de que si Brasil nos ganaba, a lo sumo podía ser por un gol, no más. Es que teníamos una defensa extraordinaria. Y cuidado, que pudimos haber ganado por mayor diferencia que ese 2 a 1. Nosotros perdimos 2 goles que estaban cantados, uno Míguez y uno yo. ¡Yo erré un gol!
La modestia, siempre la modestia. Después de once temporadas magníficas en Peñarol y dos Mundiales maravillosos en su haber (1950 y 1954), el Milan lo contrató pagando una cifra récord para la época. Allí, durante nueve años, dio las cátedras de fútbol más asombrosas que recuerde Italia. En mil novecientos y ochenta y tantos, se hizo una encuesta entre todos los entrenadores italianos, reunidos en Coverciano. Una de las preguntas era quién había sido el más extraordinario futbolista de la historia del calcio. La respuesta mayoritaria fue: Schiaffino.
A raíz de ello, la prestigiosa Gazzetta dello Sport le dedicó toda su portada con un título que habla por sí solo: ‘Vino del Uruguay a enseñar cómo se juega al fútbol’.
Gianni Rivera, en su libro autobiográfico, lo define como “la mayor inteligencia táctica del fútbol mundial. El depositario del mejor modo de jugar la pelota, el profeta y el taumaturgo, el hombre indispensable para la solución final de la crisis que aquejaba nuestros rectángulos. Por suerte el Milan contrató a Schiaffino y este nos dio coraje y nos convenció de jugar a la antigua, llevó a las filas del Milan su geometría euclídea y el oportunismo, la búsqueda del mejor juego en cuanto más útil...”.
–Temor, por la responsabilidad–, respondió. –No recuerdo contra quién jugábamos (N. de la R.: fue ante Argentina, en Roma, y venció Italia 2–0). La llevé a mi esposa al estadio para que me infundiera ánimo. A cada rato la miraba a ella, que estaba en la platea, para darme valor.
¡Temor el hombre que silenció el Maracaná! ¡Temor Ulises, que mantuvo sitiada a la poderosa Troya durante diez años!
Le preguntamos cómo era Obdulio Varela, aquel gigante moreno que entró en la leyenda aquella tarde de Maracaná.
–¡Uff!, Obdulio... Él ya era grande y se enojaba mucho con Míguez y conmigo, que éramos dos jóvenes, cuando hacíamos alguna gambeta de más, algún lujo innecesario. Quería que se jugara simple y con mucha responsabilidad, así que no podíamos hacer muchas fantasías. A él se le tenía un respeto total.
–¿Qué sintieron al saberse campeones del mundo?
–Fue algo extraño, todos llorábamos, nosotros porque habíamos ganado, ellos porque habían perdido. Fue una sensación horrible. Yo era joven y tal vez no estaba preparado para eso, me asusté. Allí donde usted enfocara la vista, veía miles de personas acongojadas, llorando y gritando. A nosotros, sin embargo, nos trataron muy bien. Al día siguiente nos dieron permiso para salir y fuimos de compras; cuando se daban cuenta de que éramos los jugadores uruguayos, no nos querían cobrar. Yo decía no, no puedo llevar esto sin pagar, y los dueños de los negocios decían: “Leva, leva...”
Inmune a toda vanidad, a toda arrogancia o presunción, Schiaffino continúa dándonos su lección de humildad. Sigue en su sillita, gozando de la fresca. Aquí no es Ulises, sino un vecino más. Ilustre, por cierto, pródigo en hazañas. Muchos saben que en la sede del Milan, a la entrada, un cuadro con su estampa ilustra la sala. Está junto a Nordhal, a Baresi, al lado de Grillo y de una docena de astros rossoneros. Pero de eso aquí no se habla. A Pepe no le agrada.
Como Ulises, él sigue mirando el mar. Lo hacía en Italia, fijando la vista en el Montevideo amado; lo hace hoy, los ojos clavados en la península, escenario de sus proezas más loadas.
En la hora de la despedida, con la emoción del discípulo frente al gran maestro (¡qué fabulosa experiencia!), le dejamos un librillo conmemorativo de los cien años de la Asociación Uruguaya de Fútbol, cuya portada justamente es la foto de su gol en la final de 1950. La mira una vez más y nos entrega su frase final, con un dejo de melancolía:
–Esto no lo puedo hacer nunca más...