Los siameses no solo están adheridos el uno al otro, sino que sus organismos comparten órganos y sistemas, como el circulatorio, haciendo muy complicado el proceso quirúrgico de separarlos. Algo así ocurre con las ciudades de Quito y la del valle de Ilaló. Se trata de dos urbes que han crecido juntas, imbricadas por los sistemas de servicios y las leyes, pero los procesos que las crearon son radicalmente diferentes y, en la misma medida, se han convertido en dos realidades urbanísticas distintas. Para empezar, Quito es una ciudad que ya era milenaria cuando llegaron los incas, primero, y un siglo después la “fundaron” los españoles. En el volcán Ilaló estuvo uno de los primeros asentamientos humanos del Ecuador, su antigüedad supera los cuatro milenios. Pero no hay continuidad entre esa población prehistórica y la actual ciudad que ha surgido en las parroquias situadas en torno a esa montaña hace pocas décadas. Esta diferencia de edad repercute en una gran desproporción poblacional, la capital tiene al menos 15 veces más habitantes.

Las parroquias en el valle del Ilaló eran pequeños pueblos, alrededor de los cuales se extendían grandes haciendas. Tumbaco era la excepción, la desafortunada presencia del paludismo en la zona, forzó a la temprana desaparición de los latifundios y, con pocas excepciones, la tierra se fraccionó entre medianos y pequeños propietarios. Cuando se erradicó la enfermedad, muchos quiteños se volcaron a adquirir esos terrenos para convertirlos en quintas de descanso, aprovechando el clima abrigado y la menor altitud. Pocas décadas después, las extensas propiedades de Cumbayá se fraccionaron, pero la aspiración de los nuevos habitantes de clases medias y altas era la de vivir de manera permanente lejos del ruido y la contaminación. En el presente siglo Puembo y otras parroquias siguieron la tendencia. Sin embargo, a pesar de ser este poblamiento un fenómeno limitado, gota a gota ha conformado un gran conglomerado, al que es difícil proveer de servicios adecuados. La piedra de toque ha sido la movilización hacia Quito, que nunca ha tenido vías o sistemas adecuados.

Jamás los habitantes del valle han tenido una vocación autonomista o adversa a la autoridad municipal del cantón. Sociológicamente no es su actitud, quieren que se les deje tranquilos en su tibio refugio, que los servicios y la administración se gestionen en Quito, lejos y limitados a excepcionales trámites. Pero sucede que, por desidia, el cabildo, durante varias administraciones, amputó y separó de hecho el valle del Ilaló del resto de la ciudad. Hoy un morador de cualquiera de los núcleos ilaleños se demora menos tiempo en ir a Guayaquil que al Palacio Municipal. Veinte minutos a Tababela, espera de diez minutos, vuelo de treinta, en una hora estamos en el puerto. En cambio, el trayecto hasta la Plaza de la Independencia toma hora y media en ciertos horarios. Por cobardía, obstruccionismo y dogmatismo no se construyó otro túnel o cualquier otra solución (pero, claro, no la llamada “solución Guayasamín”). Entonces, ¿por qué se asombran de que el valle quiera seguir su propio camino? No quieren separarse, sino que fueron expulsados de la ciudad. (O)